Permítanme leerles un trozo de una carta de una madre que
perdió a su hijo en la redada del conocido programa de eutanasia nazi (la carta
se publicó en un diario de Viena): «Por una deformación prematura de los huesos
del cráneo en el vientre materno, cuando mi hijo nació el día 6 de junio de
1929 era ya un enfermo incurable. Yo tenía entonces 19 años. Divinicé a mi hijo
y lo amé sin límites. Mi madre y yo hacíamos cualquier cosa para ayudar al
pequeño gusano, aunque todo fue en vano. El niño no podía andar, ni podía
hablar, pero yo era joven y no perdía la esperanza. Trabajaba día y noche sólo
para poderle comprar a mi querido gusanito preparados alimenticios y
medicamentos. Cuando yo ponía su pequeña y delgada manita sobre mi hombro y le
decía: '¿Me quieres?', él se apretaba muy fuerte contra mí, se reía y me ponía
torpemente la mano en la cara. Yo era entonces feliz, a pesar de todo,
infinitamente feliz.» Creo que sobra cualquier comentario.
Ustedes podrían sostener todavía la idea de que
el médico que mata a un enfermo incurable actúa en los casos de trastorno
mental mencionado en representación de la propia voluntad del paciente, ya que
esa voluntad está precisamente «trastornada». Como el enfermo, debido a su
perturbación mental, no puede percibir por sí mismo su propia voluntad y sus
intereses, el médico, como abogado de esa voluntad, está no sólo autorizado
sino también obligado a provocar la muerte. Este homicidio sería una acción que
vendría a sustituir al suicidio que sin duda llevaría a cabo el enfermo si
supiera cómo están las cosas a su alrededor. Lo que tengo que decirles contra
este argumento, lo voy a exponer también en un caso que yo mismo he vivido.
Cuando yo era joven trabajaba como médico en una clínica de medicina interna en
la que ingresó un día un joven colega. El diagnóstico lo traía él mismo y era
correcto: un cáncer maligno muy peligroso, imposible de operar. Se trataba de
una forma especial de cáncer —la medicina lo denomina melanosarcoma—, que se
puede comprobar a través de una reacción determinada en la orina. Intentamos en
ganar al paciente cambiando su orina por la de otro enfermo y mostrándole el
resultado negativo de la reacción. ¿Qué hizo él? Se introdujo de puntillas a
media noche en el laboratorio y comprobó allí la reacción en su propia orina,
para sorprendernos al día siguiente con su resultado positivo. Nada nos podía
sacar ya de este apuro y sólo nos quedaba esperar el suicidio del colega. Cada
vez que tenía permiso para salir —lo que no le podíamos prohibir— para ir, como
hacía siempre, a un café cercano, temblábamos ante la idea de que nos
comunicaran que se había envenenado allí, en los
servicios. Pero, ¿qué sucedió en realidad? Cuanto más
avanzaba la enfermedad, más empezaba el paciente a dudar de su diagnóstico.
Cuando le aparecieron metástasis en el hígado se diagnosticó hepatopatías
inofensivas. ¿Qué había sucedido? Cuando más se acercaba la muerte, más se
despertaba en él el deseo de vivir y menos quería reconocer que estaba próximo
el final de su vida. Se puede pensar sobre esto lo que se quiera; es un hecho,
y por tanto indiscutible, que en este caso nació un deseo de vivir. lo que nos
tiene que convencer de una vez para siempre de que no tenemos derecho a negar a
ningún enfermo la vida que tanto desea.
Tenemos que defender también esta tesis cuando,
como médicos, nos vemos ante un hombre que ha demostrado que no tiene ya ningún
deseo de vivir. Me refiero a los suicidas. Yo creo que en un intento de
suicidio el médico tiene no sólo el derecho, sino también la obligación, de
intervenir, de salvar y ayudar todo lo que pueda. ¿Significa esto enfrentarse
al destino? No. Se enfrenta al destino el médico que no presta ayuda a un
suicida, pues si el «destino» hubiera querido que el suicida muriera, habría
encontrado los medios necesarios para que no cayera a tiempo en las manos de un
médico.
VIKTOR E. FRANKL. LA PSICOTERAPIA AL ALCANCE DE TODOS
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