El padre
Kestutis Vareckas vive con jóvenes que están dejando las drogas y algunos
gatos, que le encantan y hasta ayudan a los chicos a reestructurar su vida
P.J. Ginés
/ ReL
22
diciembre 2015
Kestutis
Dvareckas es un cura lituano que vive con jóvenes drogadictos que se están
desintoxicando y tratando de recuperar una vida normal. Los entiende bien
porque él también fue un adicto. Y se drogó durante años siendo sacerdote y
engañándose a sí mismo. “No soy adicto, tomo las pastillas simplemente para
relajarme”, se decía.
Solo entre
los barrotes de una celda empezó su toma de conciencia del papel de Dios en su
vida. Cuenta su historia el periodista José Miguel Cejas en el apasionante
libro de testimonios 8 historias sin vergüenza: resiliencia o don, en el sello
Freshbook.
Un padre
exigente, nada cariñoso
El padre
del joven Kestutis había sufrido muchas penalidades en su infancia, en lo peor
de la Lituania soviética, y decidió volcarse a trabajar, con mil viajes y
empresas, para que sus hijos no vivieran esa pobreza.
“Mi padre
trabajaba hasta la extenuación y de niño solo le veía los fines de semana. Para
suplir su ausencia me regalaba cosas: juguetes, caprichos, viajes… Le recuerdo
con el gesto adusto de juez severo y muy exigente consigo mismo. No recuerdo
que tuviera un gesto de cariño conmigo, hubiera bastado con una sonrisa. Quizá
no sabía manifestar sus sentimientos. Esa falta de afecto me marcó. Me sentía
huérfano de padre y, de hecho, desde el punto de vista psicológico lo fui”.
El joven
Kestutis en cambio se sentía acogido por el párroco: le dedicaba tiempo, le
escuchaba… y cuando le animó a ser monaguillo renunció a una serie de TV que le
gustaba para estar a esas horas en la iglesia.
Dios, el
gran vigilante que te castiga
¿Qué imagen
tenía Kestutis de Dios? Como tantas personas en el mundo, Dios era una figura
paterna… que se parecía a su padre: “Dios era un gran vigilante, que me
escrutaba desde las alturas, dispuesto a castigarme por el menor fallo, ante el
que tenía que hacer méritos. Como si fuera un gran inquisidor. ´Dios ve todo lo
que haces´. Eso me llevó a afanarme desde mi adolescencia en hacerlo todo
escrupulosamente bien, sin errores ni fallos, para que la ira divina no cayera sobre
mí”.
En cuarto
de primaria decidió ser sacerdote porque era “la señal de que estaba haciendo
las cosas bien”, y además sentía que así “Dios no tendría más remedio que
hacerme caso”.
El joven
Kestutis como diácono
Fue un
seminarista “excelente, ordenado, diligente, estudioso, puntual, muy
responsable”. No tenía una verdadera relación con Dios, pero era muy bueno
“haciendo las cosas” y “aprendiendo cosas”. Esas “cosas” se convirtieron, en la
práctica, en su ídolo, su dios.
Cada
pequeño fallo, vivido como un fracaso inaceptable
Ya como
sacerdote, se exigía mucho a si mismo y a los que le rodeaba. Y como era tan
exigente y se sentía tan vigilado, cuando cometía algún error (llegar tarde a
misa a alguna parroquia, por ejemplo) se sentía fracasado, hundido.
Además, le
dolía enormemente pensar en el “qué dirán”: ¿qué dirán, que comentarán, los
parroquianos, al ver que él no llegaba a misa? “No soportaba quedar mal ante
los demás”.
En cierta
ocasión, pese a que Kestutis rezó mucho por un chico enfermo de cáncer, pese a
que hizo “todas las cosas” religiosas que cabía hacer… el chico murió. Kestutis
se indignó con Dios, como si Dios estuviera a las órdenes del párroco. Le
indignaba no sólo la injusticia de la muerte de un joven, sino que Dios no
hubiera “cumplido” con sus “obligaciones” para con el sacerdote. Kestutis vivió
esta muerte como otro terrible fracaso personal, suyo.
Era un
perfeccionista obsesivo, y como nadie podía hacer las cosas tan bien como él
quería, terminaba encargándose de todo. No quería delegar en nadie y se repetía
que “hay que aspirar a la perfección”, es decir, cumplir sus objetivos
escrupulosos. “Yo era mis resultados, yo valía en función de lo que conseguía”,
recuerda.
Y parte de
esta obsesión implicaba quedarse sin amigos, porque no podía dedicar tiempo a
charlas “inútiles”, de mera relación humana, cuando había tantas “cosas que
hacer”, tantos deberes parroquiales.
Unas nuevas
amigas: las drogas
Cansado de
esta frustración, empezó a tomar pastillas para dormir. Cada vez más fuertes. Y
no le servían.
Decidió
tomar una droga estupefaciente. “Es solo por esta vez, para ver si me serena un
poco”, se dijo. Pero la droga le relajó, le relajó mucho, se sintió bien… y
decidió tomarla con más y más frecuencia. “Es medicina, no vicio”, se decía a
sí mismo. “Las drogas se convirtieron en mis buenas amigas para los momentos de
agotamiento y fatiga”.
Sus
superiores lo trasladaron a un pueblecito muy tranquilo, con pocas tareas, para
que bajase el ritmo. Pero aquello lo empeoró: se sentía más desorientado y
confuso, y como estaba cerca de Vilna, iba a la capital, compraba droga y
volvía al pueblo con más facilidad.
"Soy
drogadicto, mejor suicidarse, que parezca un accidente"
Un día tomó
conciencia de que se autoengañaba: estaba enganchado, era un drogadicto. Nunca
podría dejar la droga sin ayuda.
Y no podía
pedir ayuda por miedo al escándalo. ¿Qué cara pondría su obispo? ¿Qué pensarían
sus padres? ¿Qué dirían los médicos, escandalizados, que lo comentarían con la
enfermera, que lo comentaría con un novio, que lo diría a un periodista? “El
cura drogadicto”, titularían los periódicos. Él, siempre esclavo de la
aprobación externa de los demás, no podía soportarlo.
Decidió
suicidarse. Pero suicidarse va contra la enseñanza cristiana y es un escándalo.
Claro que, pensó, si parece un accidente, si parece un escape de gas, por
ejemplo… si no parece un suicidio, no hay escándalo. Lo importante eran las
apariencias. ¿Acaso no leía en Mateo 18,7: ‘ay de aquel por quien viniere el
escándalo’? En su obsesión, en su esquema de valores que era pagano, no
cristiano, el suicidio -si se camuflaba bien- parecía incluso virtuoso.
Como era
una persona metódica y meticulosa dedicó muchas semanas a prepararse, a visitar
gente, amigos y conocidos, a modo de despedida camuflada. La última fue una
prima en Vilna. Ya solo quedaba ejecutarlo. Salió de cenar de casa de la prima,
subió al coche y se tomó muchas pastillas que le diesen valor para la fase
final, el suicidio.
Le atrapa
la Policía
Pero al
parecer su conducción bajo efecto de las pastillas despertó sospechas en la
Policía cuando pasó ante la comisaría. Lo detuvieron, lo interrogaron en la
calle helada y notaron que no conseguía concentrarse. Examinaron sus ropas:
drogas y documentación sacerdotal.
- Hombre,
curita, así que también le das a esto, vaya, vaya… -dijeron los policías al ver
las drogas. Se rieron de él y fueron a buscar a mujeres policías para
señalarlo, burlarse y humillarle más. ¡Mira, un cura drogadicto!, decían.
Helado y
aún drogado en la celda, Kestutis estaba muy irritado con Dios. “¿Por qué no me
has dejado realizar mi plan?”, le reprochaba enfadado.
Y al día
siguiente, él, que tanto odiaba el escándalo, el fracaso, y que le vieran
fracasar, se encontró con su nombre en la portada de la prensa local:
“Sacerdote drogado, detenido por la policía”. Ya no había donde ocultarse: todo
el mundo lo sabía.
Entre
barrotes, descubrir a Dios
Cuando se
repuso un poco de su síndrome de abstinencia, le visitó en la celda un
sacerdote amigo, Romualdo Zdanys, con una propuesta: “Ya que estamos en
Cuaresma, ¿por qué no empiezas a escribir un viacrucis? Piénsatelo, Kestutis,
te hará mucho bien”. A Kestutis lo del viacrucis le parecía una idea absurda,
descabellada, “un chiste de mal gusto”.
Pero cuando
le cambiaron de celda, comenzó a escribirlo. Un poco cada día… “y así Le fui
descubriendo”. A Él, al Dios al que se había consagrado pero al que desconocía.
Le dio la
sensación de que los barrotes de su celda eran la malla, la red, con la que
Dios le había rescatado del mar, de su naufragio.
Más
importante aún: entendió que Dios no sólo lo quería vivo, sino que lo amaba,
que era Padre, el padre que había ansiado toda su vida. Eso lo entendió en la
celda escribiendo el viacrucis.
Desintoxicación...
y cambio de mentalidad
Al salir de
la cárcel, Kestutis siguió un tratamiento de desintoxicación por consejo de
Romualdo. Empezó a recuperarse, en lo físico, lo mental y lo espiritual.
“Descubrí que Dios nos quiere incluso cuando nos odiamos a nosotros mismos.
Descubrí que si dejaba actuar a Dios, mis errores podían ayudar a otros. Eso
fue un giro copernicano para mí”.
Dios no
quería cosas de Kestutis. Dios quería a Kestutis. “No se trataba de ser cada
vez más autoexigente, como pensaba antes, sino de tratarle como un hijo a un
padre que le ama con locura. No era cuestión de hacer muchas cosas sino de
aprender a amarle y dejarse amar por Él”.
Pasó un
tiempo también en un monasterio y reflexionó sobre su sacerdocio. “No era hacer
cosas –misa, predicar, confesar- sino una tarea y un don: amar a Dios y hacer
que lo amaran”, concluyó.
En Polonia,
con los drogadictos
Rechazó una
oferta en un trabajo mundano bien retribuido cuando le ofrecieron ser capellán
de lituanos en Polonia. Él odiaba la lengua polaca desde niño y no le atraía
nada estudiarla, ir a ese país ni esa función. Pero había algo que sí le
atraía: podría volver a ser sacerdote y celebrar la Eucaristía. Y lo deseaba
con todas sus fuerzas.
En Polonia
conoció a don Valerio, un cura que trabajaba con drogadictos y marginados.
Estaba creando una comunidad de consagrados para atenderlos, pero a Kestutis,
aunque le encantó ese proyecto, no le atraía la idea de consagrarse, de ser
religioso de una congregación, aunque sí la de vivir con otra gente.
Acompañar
jóvenes que se reintegran
Y entonces
llegó una invitación del cardenal de Vilna: la posibilidad de poner en marcha
en Lituania una casa para jóvenes que están dejando la droga, vivir con ellos,
acompañarlos mientras se reintegraban en la vida civil y acogerlos si tenían
recaídas. Kestutis volvió a su país con la experiencia y la visión aprendida en
Polonia y con la experiencia de su paso por la cárcel y la droga y se volcó en
este apostolado.
La casa era
una especie de almacén sobre un depósito de cadáveres, muy feo, pero mucha
gente ayudó a decorarla y convertirla en un lugar acogedor y cálido.
“Charlamos
tras la comida, rezamos, cantamos, jugamos con los gatos. Me encantan los gatos
y es bueno que los chicos aprendan a cuidar a los animales. Procuramos tratar a
los chicos con afecto, escucharles, comprenderles, darles atención médica y
psicológica”, explica. Cuenta con voluntarios y profesionales. El grupo se
llama comunidad "Yo Soy" (As Esu, en lituano), se fundó en 2009 y su
web es www.asesubendruomene.lt .
“Aquí
tenemos una costumbre: cuando alguien se equivoca en algo lo cuenta en voz
alta, el hecho de reconocerlo sin dramatismos ayuda a superar los errores”. Con
compañerismo y amistad, todos se ríen del supuesto error “terrible”, se rompe
la maldición del escándalo y la vanidad herida, de la soledad y el miedo.
La casa
está muy cerca de la comisaría donde detuvieron a Kestutis y le trataron tan
mal. Él ha perdonado a aquellos agentes que lo humillaban y de hecho da gracias
a Dios porque utilizó a aquellos policías para salvar su vida y su alma. “Ellos
me miran y no me identifican porque he cambiado mucho”, comenta. Por dentro, y
por fuera.
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