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miércoles, 5 de diciembre de 2012

EL MUCHACHO Y LA ANCIANA





Cada domingo, después del servicio religioso, un Reverendo y su hijo de 11 años solían recorrer la ciudad distribuyendo copias de los Evangelios.


Cierto domingo llovía a cántaros y hacía muchos frío, el muchacho se abrigó y le dijo a su padre: “Papá, ya estoy listo”.


¿Listo para qué? 


Para hacer nuestra ronda por las calles. 


Hijo, hace frío y llueve mucho. 


Papá, ¿acaso la gente no va al infierno cuando llueve? 


Hijo, yo no voy a salir con este tiempo. 


Papá, ¿puedo ir yo? 


Después de pensarlo un rato le dio las copias y lo dejó ir.


El muchacho recorrió las calles, llamó a las puertas y repartió las copias de los Evangelios. Cuando sólo le quedaba una llamó a una puerta con todas sus fuerzas, esperó y al cabo de un largo rato apareció una anciana en la puerta.


“¿Qué deseas, muchacho? Le preguntó.


Con una gran sonrisa le dijo: “Señora, siento haberla molestado, pero sólo quiero decirle que Jesús la quiere mucho. He venido a traerle el Evangelio que le anunciará a Jesús y su gran amor. Y desapareció entre la lluvia.


El domingo siguiente el Reverendo preguntó desde el púlpito: ¿Alguien tiene un testimonio o algo que decir?


Una anciana sentada en el último banco se levantó y dijo:


“Ninguno de ustedes me conoce. Nunca he visitado esta iglesia. Ni siquiera era cristiana. Vivo sola. El domingo pasado triste y cansada de la vida decidí coger una soga y una silla para suicidarme. Con el nudo alrededor de mi cuello y a punto de saltar de la silla oí los golpes que aporreaban mi puerta y me dije: esperaré un poco. ¿Quién puede ser? Nadie llama a mi puerta y nadie me visita.


Cuando abrí la puerta un muchacho angelical con una gran sonrisa me dijo: Señora, he venido a decirle que Jesús la quiere de verdad.


Me entregó los evangelios y desapareció.


Cerré la puerta y me puse a leer con calma los Evangelios. Y como la dirección de esta iglesia está en el libro he venido para dar las gracias al ángel que el Señor me envió para mi salvación.


Entre lágrimas y aplausos el Reverendo bajó del púlpito y abrazó a su hijo que estaba sentado en el primer banco.


http://www.parroquiaelpilarsoria.es/elmuchachoylaanciana.htm

domingo, 25 de noviembre de 2012

Los seis suicidios del señor X






Por José María Jiménez de Vacas. 
Ganador de la VI edición de Excelencia Literaria
Colegio El Prado
www.excelencialiteraria.com


El señor X quería suicidarse. Hacía tiempo que había olvidado los motivos que le empujaban a ello, aunque estaba seguro de que los tenía, y, según creía recordar, eran más que razonables: eran sencillamente irrebatibles. De todos modos, ¿acaso el hombre necesita siempre de motivos para actuar? De vez en cuando hace cosas y punto, sin más.

No era la primera vez que lo intentaba, sino la sexta. Desde la cornisa de un edificio lo suficientemente alto, el señor X rememoró todos y cada uno de sus intentos frustrados:

“La primera vez fue muy difícil, como ocurre con todas las primeras experiencias. Uno no está muy seguro de querer hacerlo, o de saber hacerlo, y se acobarda. ¿Conseguiré mi objetivo? Imposible de saber. ¿Sentiré dolor? ¡Dios! Espero que no, aunque con todo lo que he sufrido en esta vida, qué más da, sobre todo si la respuesta a la primera pregunta es un rotundo “sí”. ¿Alguien llorará mi pérdida? Bueno... ¿aparte de mis acreedores? Tal vez mi abogado, que se quedará sin su mejor cliente, y el del bar de la esquina, que no sabrá qué hacer con tantas cajas de whisky en su trastienda. Lo que sí es seguro es que mi mujer no llorará, o al menos no lo hará hasta que descubra el montante total de las deudas que le dejo en herencia. ¿Hay otra vida después de ésta? La respuesta a esta pregunta es, con probabilidad, la razón de que muchos se hayan replanteado su decisión; cobardía o prudencia, eso no lo sé. Por lo que a mí respecta, si hay algo después de todo ésto, algo así como un castigo para los tipos como yo, dudo que sea peor que lo que dejo aquí.

Caí desde un quinto piso y pronto me di cuenta de que me había quedado corto. Con la cara aplastada contra el asfalto, masticando una pasta de sangre y trozos de dientes astillados, supe que seguía vivo. Todo mi cuerpo era un cúmulo de lesiones, roturas y heridas. Me preguntaba si algún hueso permanecería aún intacto. No sabía que el cuerpo pudiera contener tanta sangre. Hasta parpadear me suponía un sufrimiento atroz.

“Tiene suerte; podía haberse matado”. Aquel comentario del médico, lleno de inocencia, me habría hecho reír sino fuera porque al hacerlo los veintiún puntos que sostenían cada músculo de mi cara habrían reventado.

Mi segundo intento fue en el propio hospital. Después de varias semanas me encontraba mejor: podía respirar sin que me doliese. Más animado que nunca, aprovechando uno de tantos momentos de soledad en mi habitación (creo recordar que no di mucho trabajo a quienes allí trabajaban), arranqué una a una las sondas y tubos que me conectaban a infinidad de sustancias y aparatos. Esperé durante unos interminables minutos alguna reacción de mi cuerpo. Dolor o mareo, o cualquier otra cosa. Recuerdo que, contrariado, llegué a pensar si habría muerto ya. Pero no fue así, porque a la mañana siguiente me dieron el alta. “¡Un milagro!”, gritaban algunas enfermeras. Ese día me hice muy popular en el hospital.

Una vez en casa, comprobé que todo seguía igual. Mi mujer había redecorado los baños, nada más. Como no andaba por allí, decidí poner en marcha mi tercer y definitivo intento. Probablemente fue entonces cuando olvidé las razones de mi obstinado empeño por morir. Sí, creo que en ese momento el asunto se convirtió en una cuestión de orgullo.

Llené la bañera de agua tibia, me sumergí con toda calma y me abrí las muñecas. Así de sencillo. A los pocos minutos, me invadió un terrible sopor mientras el agua se teñía del inconfundible color rojo oscuro de la sangre. Mi mujer, siempre tan oportuna, me despertó de mi placentero sueño, pero ya no estaba en la bañera sino sobre mi cama, con los brazos vendados. Me gritaba y me insultaba. Le pregunté por qué me había salvado la vida. Me dijo que acababa de comprar esa maldita bañera: “Y mira cómo me la has puesto de sangre...”.

Del cuarto intento prefiero no hablar. Es demasiado vergonzoso. Sólo diré que había un arma de por medio y que ahora no puedo sostener un vaso con la mano derecha, por insuficiencia de dedos.

En lo que respecta a mi quinta y última intentona, fue quizás la más inteligente por ser la más segura y menos... desagradable, digamos. El plan consistía en recluirme en el garaje de casa, cerrar todas las puertas y ventanas, tapar con toallas húmedas cada hueco de ventilación y poner en marcha el motor del coche. En cuestión de minutos, según había leído, el dióxido de carbono del tubo de escape me aseguraría una muerte rápida y casi indolora. El caso es que, una vez dentro del garaje, descubrí que no había coche. “Cariño, ¿sabes dónde está el Renault?”, pregunté de regreso a la cocina. “No lo sé”, fue su respuesta, que yo debía interpretar como “La última vez que lo vi se lo llevaba la grúa”. Era la tercera vez que ocurría este año. ¡Dios mío! ¿Qué pude ver en esa mujer?”.

Ahora, ocho meses después de su primer ensayo de suicidio, el señor X se disponía a saltar desde la azotea del rascacielos más alto de la ciudad. Treinta pisos, casi cien metros de caída libre. Si no moría ahora se consideraría inmortal, para su desgracia.

A su derecha, una mujer de unos treinta años se encontraba en su misma situación, de pie sobre la cornisa, al borde del abismo. No había reparado en ella hasta entonces, y parecía que tampoco ella en él.

-¿Qué número hace ya? –preguntó de improvisto la misteriosa mujer.

-¿Número? –respondió el señor X, entre molesto y sorprendido por la intromisión.

-Sí; intentos de suicidio. ¿Cuántos? ¿Es el primero?. Éste es el décimo para mí.

El señor X, casi instintivamente, contestó a la pregunta.

-Para mí es el sexto... Bueno, ¿qué más da? –masculló entre dientes.

La mujer soltó una carcajada.

-Mi marido me abandonó. Llevo intentándolo desde entonces. Antes lo hacía para llamar su atención. Me gustaba cuando me cogía de la mano en la habitación del hospital y me preguntaba por qué lo había hecho. Dejó de hacerlo tras mi cuarto intento –su voz se quebró. Segundos después pareció recuperarse-. ¿Cuál es tu motivo?

-¿Mi motivo?

-Sí. Algún motivo tendrás para quitarte la vida.

-Es la primera vez que me lo preguntan –el señor X dudó qué responder–. Yo... ya no me acuerdo. Esa es la verdad, ya no me acuerdo –y bajó su mirada, fijándola en el pavimento de la calle que le esperaba si decidía saltar.

Nunca antes había dudado, ¿por qué lo hacía ahora?.

-Qué triste... Alguien sin motivos no debería hacerlo. La vida es maravillosa, ¿sabe usted?

-Sí, pero es también otras muchas cosas.

La mujer sonrió tímidamente y perdió su mirada en el horizonte, en algún lugar entre el cielo y la tierra.

Aquella mujer parecía entenderle. No sabía nada de ella, pero se sentía más cerca de esa persona que de cualquier otra que hubiese conocido nunca. Quiso abrazarla. Esa conversación lo había cambiado todo. Entonces la vio saltar al vacío. Voló como un ángel, en el más absoluto silencio, con su ropa abombada por las embestidas del viento. Después vino el ruido sordo del impacto y otra vez el silencio. Incluso desde tan lejos, supo que había muerto en su décimo y último intento.

El señor X no entendía cómo un ser tan luminoso había podido hacer aquello. Para él nada había cambiado, pero extrañamente nada era ya lo mismo: en su interior algo se había convulsionado violentamente. Decidió que no habría una sexta vez. Sentía que se lo debía a aquella mujer. Ahora quería vivir.


http://www.intereconomia.com/blog/excelencia-literaria/quotlos-seis-suicidios-del-senor-xquot-20110616

martes, 7 de septiembre de 2010

Un cuento de Gilbert Cesbron (1913-79)




“Un viejo en un jardín”, sintetiza plásticamente el sentido de la paternidad de Dios. Mientras un viejo Papa (¿Juan XXIII?) pasea por el jardín de un lugar indeterminado, aparece un joven de una cerca amenazándolo de muerte. Es delgado, tiene el pelo en desorden y está desesperado. Ambos se enfrentan. “Somos el Amor y nuestra única misión es divulgar el Amor”, dice el Papa con toda tranquilidad. El joven se declara perdido porque “ya no cree ser amado por nadie y por consiguiente ya no sabe amarse a sí mismo”. Durante un dramático coloquio, el desconocido saca un puñal con la intención de herir al Papa, pero dirige el arma contra sí mismo. El viejo levanta en sus brazos el cuerpo inerte, lo carga en la espalda, “como el pastor de ayer”, gritando a los cardenales: “¡Aún vive!... ¡Rápido! Rápido”, mientras corre la sangre por su traje inmaculado[35].
¿Es posible “imaginar” a Dios? Cesbron lo “imagina” como padre, con los brazos abiertos para levantar y acoger, en nombre del Amor que es Él, a los desesperados de la tierra.

CESBRON, “Un viejo en un jardín”, en Ragazzi dai capelli grigi (Muchachos de pelo gris), Milán, Massimo, 1969, 109.


viernes, 3 de septiembre de 2010

Predestinados




"En medio del desierto, sólo habían dos palmeras, un árbol macho y un árbol hembra, y se casaron. El viento, al pasar, se reía de ellos: «¡Qué aventura más ridícula! ¿Acaso alguno de ustedes hubiese podido escoger otra pareja?» Pero ellos se repetían continuamente: «¡Qué maravillosa aventura! Estábamos predestinados, el uno para el otro, por toda la eternidad...»"

Gilbert Cesbron, "Journal Sans Date"

jueves, 7 de enero de 2010

Cuando el limonero florezca




Servando Almenara estaba radiante, feliz, en medio del bullicio y la algarabía con que sus compañeros de trabajo le festejaban ese día su jubilación. La música del mariachi llenaba el espacio de aquella oficina de gobierno que fue durante los últimos veinticinco años su lugar de vida y en donde quedaban sus mejores esfuerzos, responsabilidades, lealtades, triunfos y fracasos laborales. Hombres y mujeres que compartían con él, día a día la rutina burocrática, lo acompañaron en procesión jubilosa a chequear por última vez su tarjeta personal. Las quince horas, marcaba el reloj, ni un minuto antes, ni un minuto después, siempre fiel a su costumbre de puntualidad y seriedad a toda prueba.


A los pocos días, cuando terminaron los festejos, Servando haciendo honor a su proclividad por el orden y la disciplina se dio a la tarea de organizar su vida a las nuevas circunstancias de un hombre de edad madura jubilado. Elaboró una lista de las actividades que desarrollaría en las semanas y meses siguientes. Había programado visitas a los hogares de sus hijos que estaban casados. Ya no se limitaría a esperarlos los fines de semana a que les llevaran a sus nietos que quería tanto. ¡No!, ahora tenía el tiempo suficiente para convivir más con ellos y demostrarles el gran cariño que les tenía. Acudiría también a visitar a los viejos camaradas que se jubilaron antes que él para compartir experiencias de su nueva forma de vida. Se emocionó mucho cuando anotó en aquella lista el reencuentro con los amigos entrañables de la infancia, de la juventud, con los condiscípulos de los hermosos tiempos de la universidad. Desde luego que motivado por la rutina adquirida tenía planeado conseguir un empleo aunque sea de medio tiempo, para no perder la costumbre -se decía-. No olvidó incluir en esa lista de intenciones, un acercamiento tierno y amoroso con su esposa, con aquella mujer que silente, condescendiente, afanosa, lo acompañó literalmente como su sombra durante todo el tiempo que su trabajo los distanció.


Servando Almenara se enfrentó entonces con su nueva realidad. Su horario donde ahora el tiempo sobraba nunca se compaginó con el de sus hijos y nietos donde el tiempo faltaba. Terminó por resignarse a esperarlos como siempre los fines de semana y descubrir pasados los años que esas visitas muchas veces eran forzadas, no deseadas, porque aquellos a quienes tanto quería, tenían también sus propios intereses, sus compromisos, otros afectos y sus propios problemas personales.


Cuando se reunió con sus excompañeros también jubilados, encontró a la mayoría en medio del desánimo, la soledad, la tristeza, muchos de ellos eran presa de esa terrible enfermedad que es la depresión, aquella que está al acecho de los que están o se sienten solos, de los seres que se abandonan al desaliño, al infortunio, a la inactividad. Después de convivir algunas horas con ellos regresaba a su hogar con la carga moral de haber visto un cuadro patético que bien podría llegar a ser el suyo. -¡Jamás caeré en un estado de depresión!- se prometió resuelto. Sin embargo tomó el camino fácil de dejar de visitar a esos desgraciados con los que alguna vez compartió ilusiones, esfuerzos, metas y triunfos. Ni siquiera volvió para sugerirles que buscaran ayuda profesional para enfrentar ese terrible mal.


A los amigos de la infancia y juventud los encontró decrépitos, inmersos en pensamientos fatalistas o agoreros. La mayoría era un compendio de enfermedades reales o inventadas, psíquicas o somáticas. Le aterrorizó pensar que él podía llegar a ese estado extremo de falta de salud. A otros los encontró aún fuertes, vigorosos, llenos de proyectos y en la práctica de actividades productivas pese a tener la misma o menor edad que él. Eso lo atemorizó más, pues estos últimos fueron como un cruel espejo donde se reflejó su realidad que lo acercaba mucho más al primer grupo que al segundo.


¿Trabajar medio turno?, después de buscar afanosamente en diferentes lugares y por mucho tiempo, al fin comprendió que pese a las campañas mediáticas y electoreras del gobierno, para la gente de la tercera edad no existían oportunidades de trabajo.


Con los compañeros de la universidad nunca pudo coincidir porque la mayoría vivía en ciudades muy distantes incluso en otros países. Servando sabía muy bien que sus ahora precarios recursos económicos producto de su jubilación no podían dilapidarse en viajes de reencuentros amistosos. Sólo le quedaba refugiarse en la compañía y afecto de Alicia su fiel esposa. Entonces descubrió con infinita tristeza que con aquella mujer compañera de toda su vida se le dificultaba la comunicación, todos los años anteriores fueron rutinarios, apegados a horarios inflexibles, a costumbres casi maniacas. El gran amor y la pasión que los unió al principio se habían convertido en breves intercambios de palabras, gestos y monosílabos. Ahora tenían muy poco en común como pareja, sólo los recuerdos de los primeros años y una cama compartida en donde hasta las sábanas permanecían frías. Para aquellos dos seres que habían ido tejiendo el desamor entre la rutina y sus propios quehaceres quedaba muy poco interés, al menos para entibiar con arrumacos y un remedo de acto sexual aquellas sábanas que ahora cubrían dos cuerpos cargados de años envueltos en el gélido ambiente del desinterés. Entonces Servando comenzó a desesperarse al darse cuenta que finalmente estaba… ¡solo! en medio de tantos, luego fue perdiendo el apetito, extraviando el sueño en pensamientos y auto recriminaciones por haber cometido el error de dejar pasar el tiempo sin consolidar su vida personal.


Pero reaccionó decidido, -¡No caeré en la depresión!, soy lo suficientemente inteligente para manejar apropiadamente la situación-. Desechó de inmediato la idea de buscar ayuda profesional. No la necesito, -se dijo- Intentó entonces volver a ser el hombre de ideas brillantes, ordenado, disciplinado. Buscó en su actual entorno en que invertir el tiempo que le sobraba y entretener en la mente los pensamientos de soledad que ya lo martirizaban. Primero habrá que hacer ejercicio para recuperar el cuerpo sano -pensó- para ello tendré que adquirir algunos aparatos para ejercitarse y colocarlos en el patio de la casa. Bajó entonces al lugar que siempre estuvo tan próximo y que apenas reconoció. Le pareció inmenso, tan desolado como él. Plantaré árboles, -decidió-


Aquella mañana de abril, muy temprano empezó la tarea de sembrar en su patio. Fueron plantas y frutales que no crecían mucho. Dejó para el final la siembra de un limonero al que le reservó el mejor lugar. Escogió esta especie porque las hojas del limonero mantienen su verdor aun en el invierno más frío. Ese verde de vida era tan acentuado como su esperanza de encontrar la paz y el bienestar para sus últimos años. Cuando terminó de sembrar el limonero desde lo más profundo de su ser brotaron estas palabras: -¡Que al menos la vida me conceda el tiempo suficiente para ver florecer este limonero!- -Cuando el limonero florezca… ¡será mi tiempo de morir!


Tres años pasaron y en que cada mañana Servando regaba sus plantas y le concedía especial cuidado a su limonero. Llegó al extremo de limpiar con un trapo húmedo una a una sus hojas para que se vieran más verdes, más lozanas. Empezó a buscar con vehemencia -sin explicarse por qué- cada amanecer en las ramas del limonero indicios de que fueran a brotarle las flores que ya esperaba con ansiedad. El hombre con una actitud obsesiva arrancaba algunas hojas y durante el día les iba haciendo dobleces para aspirar su agradable aroma y así mantenerse en sintonía con su ilusión.


Los problemas propios de su condición tomaron por asalto a Servando, la salud se le fue quebrantando, se llenó de dolencias, ciertas o imaginadas. Se sintió marginado por todos, los problemas económicos lo alcanzaron, con lastimosa frecuencia era avisado que alguno de sus excompañeros de trabajo o amigos de la infancia estaba grave de salud o que había fallecido. El distanciamiento con su esposa se hizo más patente, primero fueron camas, luego habitaciones separadas. Los monosílabos que convirtieron en largos lapsos de silencio, de indiferencia entre ambos. Un atardecer se encontró atónito hablándole al limonero: -¡Florece ya amigo mío! -le decía--Tu tiempo es mi tiempo--Cuando florezcas, yo terminaré de marchitarme--Mi esencia se esparcirá en el ambiente como el aroma de tus flores--¡Florece amigo limonero, para librarme de mis males!


A partir de entonces Servando Almenara se convirtió en un hombre irascible, que luego se mostraba taciturno, por algunos días neurótico, un remedo de la muñequita fea de la canción infantil que lloraba por los rincones sin saber por qué. El insomnio se convirtió en su confidente, hablaba, reía a distancia con sus nietos, los aconseja y recriminaba por no ir a visitarlo. Sin haber razón aparente buscó el viejo revolver de su padre e inició la interminable tarea de limpiarlo de día y de noche. En un momento de lucidez, Servando escondió las balas del revolver y se empecinó en olvidar el lugar donde estaban, era su último y desesperado intento de auto defensa. Aun en este estado tan decadente en que se reconocía víctima de la depresión, Servando se empecinó en enfrentarlo solo, sin comentarlo con sus seres queridos, sin ayuda profesional, un error fatal que frecuentemente cometen quienes caen en las garras de este terrible mal.
Aquella madrugada sorprendió a Servando despierto presa del insomnio y de fuertes dolores renales, como en pasos perdidos se dirigió al patio, se sentó casi inmóvil frente del limonero y se quedó con la mirada extraviada entre las ramas y hojas de su árbol favorito. Todos sus pensamientos se quedaron clavados en las largas espinas de su limonero.


El amanecer esplendoroso encontró a Servando Almenara estremeciéndose entre sollozos y llanto. Con la luz del día aquel hombre victima de la depresión había descubierto entre las ramas de su limonero unas hermosísimas y aromáticas flores blancas, a la vista de aquéllas recordó como un mal augurio el lugar donde se encontraban las balas que había escondido. Para su mente enferma el mensaje estaba más que claro y lo llevó a tomar aquella terrible resolución. El hombre entre el llanto incontenible tomó con devoción las flores que le habían brotado al limonero y aspiró su fragancia como en un acto de despedida casi religioso.


Al darse la vuelta para ir a buscar las balas y el revolver se encontró de frente con la figura de Isis su nietecita consentida que con una sonrisa casi angelical le dijo: -¡Buenos días abuelito!- -¡Te quiero mucho!- Ese encuentro fue providencial para aquel hombre desesperado que buscaba la puerta falsa para huir de la depresión que lo estaba matando. El amor por los suyos, especialmente por aquella niña le dieron la fortaleza de espíritu para tomar una nueva resolución, ahora sí definitiva. Buscaría de inmediato ayuda profesional para enfrentar su depresión, ese terrible mal que en nuestros días se ha convertido en un problema de salud pública. Mientras eso sucedía, tomó de la mano a su nietecita y la acercó a su amigo el limonero y le dijo: -¡Mira mi niña, las flores del limonero que hermosas son!- -¡El próximo año cuando vuelva a florecer, estarás aquí conmigo para disfrutar de su belleza y de su magnifico aroma que son una invitación a vivir con alegría!-


Jesús Octavio Contreras Severiano.

Sagitarion


martes, 28 de octubre de 2008

El hombre de Bogotá



El hombre de Bogotá

por Amy Hempel


La policía y los servicios de emergencia no logran el más mínimo impacto. La voz suplicante del cónyuge no tiene el efecto deseado. La mujer se mantiene parada al filo del abismo. Aunque no por mucho tiempo, amenaza.


Tengo la ocurrencia de que soy yo quien debe convencerla de bajar. Lo veo, y sucede así. Le cuento a la mujer la historia de un hombre en Bogotá. Era un hombre acaudalado, un industrial a quien secuestraron para luego cobrar un rescate. No fue como lo retratan en las series de televisión: su esposa no pudo simplemente llamar al banco y, al cabo de veinticuatro horas, tener listo el millón de dólares. Tardó meses. El hombre tenía una afección cardiaca, y los secuestradores tuvieron que mantenerlo vivo. Escúchame, le digo a la mujer que está parada al filo del abismo. Sus captores le hicieron dejar de fumar. Cambiaron su dieta y lo pusieron a hacer ejercicio todos los días. Y lo mantuvieron así durante tres meses. Una vez pagado el rescate y tras ser liberado, su doctor lo examinó. Encontró al hombre en excelentes condiciones de salud. Le repito a la mujer lo que el doctor dijo en ese momento. Que el secuestro fue la mejor cosa que le pudo haber ocurrido al hombre.


* * *


Tal vez ésta no sea una de esas historias hechas para que te arrepientas de saltar. Pero la cuento con la esperanza de que la mujer que está al filo del abismo se plantee una pregunta, la misma que se planteó el hombre en Bogotá. Que ¿cómo sabemos que lo que nos pasa no es bueno?


FUENTE: http://malresabio.blogspot.com/2007/11/el-hombre-en-bogot.html

viernes, 8 de agosto de 2008

EMPUJA



Cuentan que un muy buen hombre, que vivía en el campo, tenía problemas físicos. Un día se le apareció Jesús y le dijo: "Necesito que vayas hacia aquella gran roca de la montaña, y te pido que la empujes día y noche durante un año". El hombre quedó perplejo cuando escuchó esas palabras, pero obedeció y se dirigió hacia la enorme roca de varias toneladas que Jesús le mostró.

Empezó a empujarla con todas sus fuerzas, día tras día, pero no conseguía moverla ni un milímetro. A las pocas semanas llegó el diablo y le puso pensamientos en su mente: "¿Por qué sigues obedeciendo a Jesús? Yo no seguiría a alguien que me haga trabajar tanto y sin sentido. Debes alejarte, ya que de nada sirve que sigas empujando esa roca, nunca la vas a mover".

El hombre trataba de pedirle a Jesús que le ayudara para no dudar de su voluntad, y aunque no entendía se mantuvo en pié con su decisión de empujar. Con los meses, desde que salía el sol hasta que se ocultaba, aquel hombre empujaba la enorme roca sin poder moverla, mientras tanto su cuerpo se fortalecía, sus brazos y piernas se hicieron fuertes por el esfuerzo de todos los días.

Cuando se cumplió el tiempo, el hombre elevó una oración a Jesús y le dijo: "Ya he hecho lo que me pediste, pero he fracasado, no pude mover la piedra ni un centímetro". Y se sentó a llorar amargamente pensando en su muy evidente fracaso.

Jesús apareció en ese momento y le dijo: "¿Por qué lloras? ¿Acaso no te pedí que empujaras la roca? Yo nunca te pedí que la movieras... Ahora, mírate, tu problema físico ha desaparecido. NO has fracasado, yo he conseguido mi meta, y tú fuiste parte de mi plan".

Muchas veces al igual que este hombre, vemos como ilógicas las situaciones, problemas y adversidades de la vida, y empezamos a buscarle lógica, nuestra lógica, a la voluntad de Dios y viene el enemigo y nos dice que no servimos, que somos inútiles o que no podemos seguir.

El día de hoy es un llamado a "empujar" sin importar qué tantos pensamientos de duda ponga el enemigo en nuestras mentes, pongamos todo en las manos de Jesús, y El por medio de su voluntad nunca nos hará perder el tiempo, mas bien, nos hará ser más fuertes!

-Jeremías 29:11 "Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice el Señor, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis."

-Romanos 12:2 "Reformaos por la renovación de vuestro entendimiento, para que experimentéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta."

-Filipenses 1:6 "Estando confiado de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo;"

-Proverbios 3:5-6 "Fíate del Señor de todo tu corazón, Y no estribes en tu prudencia.Reconócelo en todos tus caminos, Y él enderezará tus veredas."

Contado por asmelgar

en http://www.bipolarweb.com/chs-bin/msgbook.cgi?ID=Literatura&DOC=331