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lunes, 25 de julio de 2016

Operación de corazón.


El gran médico Maimónides visitaba enfermos pobres, gratuitamente. Un día se presentó uno, ya habitual, con un horrible carácter. Se le citó para el día siguiente y el hombre, lleno de cólera, buscó vengarse.
Un día en que el médico acompañaba al rey en su carroza, les salió al encuentro aquel hombre vengativo y profirió insultos contra el Maimónides, contra su fe y contra su religión...
El monarca no aguantó más. Ordenó a Maimónides que le arrancara - a aquel insolente y desagradecido- su corazón.
De vuelta a casa, Maimónides buscó al pobre. Le dio dinero. Le hizo llegar cada día la leche que tenía que tomar; le pagó el alquiler de la casa y le regaló los medicamentos que necesitaba. Y el hombre iracundo... se ablandócambió.
Pasado un tiempo, el rey iba en su carroza y le acompañaba el médico Maimónides y les salió al encuentro el mismo sujeto. Esta vez comenzó a proferir alabanzas y bendiciones sobre Maimónides y su religión...
- ¿No es éste el que te insultó y lo que te ordené le arrancan el corazón?
- Sí, mi señor rey -respondió Maimónides.
- ¿Por qué no obedeciste, no cumpliste mi orden?
- Mi señor, sí he cumplido lo que me ordenaste. Le he despojado de un corazón amargado, insolente, lleno de rencor y le he dado un corazón bondadoso, lleno de paz, y de bien.
El rey miró a su médico Maimónides. Se echó a reír, y añadió: 
- ¡Así que también se puede operar sin bisturí... el corazón!

Autor: José María Alimbau

 Título original. Operar el corazón... sin bisturí




sábado, 23 de julio de 2016

La esperanza.





El aire se enrarece, adensa, espesa

hasta hacerse de plomo en los pulmones,

porque se está matando al hombre.



La sangre se entontece y aguachirla

de no salir al mundo y propagarse,

porque se está matando al hombre.



La luz de las estrellas palidece

y no consuela como en nuestra infancia,

porque se está matando al hombre.



La risa se deshoja, mustia, pasa

sin que nadie la coja y la disfrute,

porque se está matando al hombre.



El beso y el amor no tienen gusto,

agusanados de preocupaciones,

porque se está matando al hombre.



La selva está cercando nuestras casas,

y aúlla, brama y hoza en los umbrales,

porque se está matando al hombre.



Porque se está matando al hombre arde mi canto

tal un diluvio de oro por los trigos;

porque se está matando al hombre y nadie grita

quiero clamar hasta tirar las sombras;

porque se está matando al hombre mis palabras

quieren clavarse como puñaladas,

quieren herir, buscar raíces nobles,

dar coletazos que despierten siglos.



Le está doliendo su dolor al hombre,

un dolor que ya no es literatura

ni puede ser espanto y madamismo,

porque no quedará vivo quien cante

el naufragio indecente de las ratas:

porque los que se salven no tendrán memoria.



Está el hombre ante sí, trágicamente solo,

mientras las aguas crecen sin espera

ahogando justamente, santamente

lo que debe morir.



Perecerá quien deba perecer.

El hombre,

desnudo, hacia el mañana, sobre el miedo.



Por eso está mi canto repicando

sobre el fuego, la muerte, y os convoca,

hombres, para que proclamemos la esperanza





Autor: Ramón de Garcíasol

sábado, 1 de febrero de 2014

¿Y el suicidio qué?



¿Todos los suicidas se van al infierno?

¿Es el suicidio un acto humano?

Un teólogo responde

Lo que debe demostrarse es la “total responsabilidad” del suicida

Lo que impide a una persona entrar o no al cielo (es decir salvarse o no salvarse) es el morir en estado de gracia, o sea, sin pecado mortal.

Para que una persona cometa pecado mortal es condición necesaria:

1º que haya materia grave (este es el elemento objetivo de todo pecado),

2º que tenga conciencia plena de que es algo grave y

3º que consienta perfectamente al acto grave (estas últimas condiciones son los elementos subjetivos que se requieren para que haya un acto sustancialmente humano).

En el caso del suicidio se trata ciertamente de materia grave, pues la vida humana (la propia y la ajena) son bienes fundamentales de la persona custodiados por los mandamientos de la ley natural y por los diez mandamientos de la Ley divina.

Hay que ver luego, en cada caso particular, si la persona estaba en plena posesión de sus facultades como para hacer un acto plenamente humano.

A continuación trataré de esbozar los principios generales para poder hacer un juicio aproximado de este doloroso fenómeno (se puede consultar lo siguiente en: Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión 64, 5; LINO CICCONE, Non Uccidere, Ed. Ares, Milán 1988, p. 107ss; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2280-2283).


1. Nociones y datos generales

El suicidio consiste propiamente en producirse la muerte a sí mismo por propia iniciativa o autoridad, ya sea mediante una acción o una omisión.

Se divide en suicidio directo e indirecto, según la muerte se intente directamente o sólo sea permitida buscando otra finalidad (como quien, intentando salvar a otra persona, arriesga su vida y muere).

Lo consideraron lícito por principios filosóficos Hume, Montesquieu, Bentham, Schopenhauer, Nietzsche, algunos estoicos como Séneca; más cercano a nuestros tiempos, el existencialismo hizo de él un valor positivo, como “la última libertad de la vida” (Jaspers). Algunos lo han defendido por cuestiones de honor patriótico, militar o personal.

Los datos estadísticos son escalofriantes, aun teniendo en cuenta que los datos oficiales son inferiores a la realidad.

La relación que suele establecerse entre suicidios efectivos e intentos de suicidio varía según los diversos autores que se consulte: unos dicen que se llega a un suicidio cada tres intentos; otros afirman que por cada suicidio hay diez intentos fallidos; por tanto, como término medio, puede decirse que por cada suicidio hay al menos cinco intentos frustrados.

Ahora bien, la OMS (Organización Mundial para la Salud) indicaba en 1976, que cada día se suicidan en el mundo 1000 personas (lo que indicaría que otras 4000 o 5000 lo intentan sin llegar a él); aproximadamente 500.000 lo hacen por año (y por tanto, 2.500.000 quedan en el intento).


2. Juicio moral.

La tradición cristiana, la doctrina del Magisterio y la reflexión teológica no han tenido ninguna duda sobre la inadmisiblidad moral del suicidio. Si ha habido alguna evolución ha sido sólo en torno a la valoración de la culpabilidad y responsabilidad subjetiva del que se suicida o intenta hacerlo.

Para no hacer un juicio erróneo, es necesario distinguir entre el juicio “objetivo” sobre el suicidio, y el juicio sobre “la responsabilidad subjetiva” del suicidio.


a) Valoración objetiva del suicidio

Como ya ha indicado Santo Tomás, el suicidio directo, objetivamente considerado, es un acto gravemente ilícito, por tres razones principales:

1º Porque es contrario a la inclinación natural (ley natural) y a la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo.

2º Porque hace injuria a la sociedad a la cual el hombre pertenece y a la que su acto mutila: la priva injustamente de uno de sus miembros que debería colaborar al bien común.

3º Porque injuria a Dios: “la vida es un don dado al hombre por Dios y sujeto a su divina potestad que mata y da la vida. Por tanto el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo... A sólo Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida...” (Santo Tomás).

Pío XII lo calificó de “signo de la ausencia de la fe o de la esperanza cristiana” (discurso del 18/II/58).

El Concilio Vaticano II lo colocó con otros delitos que atentan contra la vida misma, juzgados como “cosas... vergonzosas” que “atentan la civilidad humana... y constituyen el más grave insulto al Creador” (Gaudium et spes, 27).

En la Declaración sobre la eutanasia (26/VI/80) se afirma: “La muerte voluntaria, es decir, el suicidio, es inaceptable a la par que el homicidio. Toda la doctrina del Magisterio ha sido resumida por el Catecismo Universal en los nn. 2280-2283.

La Sagrada Escritura no se ocupa de él pero es legítimo verlo incluido en el mandamiento que dice: No matar (Ex 20,13).

Ya San Agustín lo había interpretado de tal manera: “No es lícito matarse, ya que esto se debe entender como incluido en el precepto No matar, sin ningún agregado.

No matar, por tanto, ni a otro ni a ti mismo. Porque efectivamente, quien se mata a sí mismo, mata a un hombre” (De civitate Dei, I,20).


En cuanto al así llamado suicidio indirecto (es decir, quien pierde la vida a causa de otra acción, como el médico o la religiosa que se contagia gravemente atendiendo enfermos y muere por esta razón) es también ilícito, a no ser con causa gravemente proporcionada.

Aunque la acción que indirectamente produzca la muerte pueda no ser mala o incluso buena (como en el ejemplo dado: el acto de caridad de cuidar un enfermo gravemente contagioso), se requiere causa justa y proporcionada para permitir la propia muerte.

Es lícito arriesgar apelando al principio de doble efecto; en este caso, las condiciones que debe reunir la acción, para ser lícita, han de ser:

1º que la acción u omisión sea buena o indiferente;
2º que se siga también un efecto bueno (y con la misma o mayor inmediatez del malo);
3º que solo se intente el bueno;
4º que haya una causa proporcionada (como puede ser el bien de la patria, el bien espiritual ajeno, el ejercicio de una virtud, etc.).


b) El juicio sobre la responsabilidad subjetiva

Otra cosa es la valoración de la responsabilidad moral del suicida. Hasta el siglo pasado era común juzgar al suicida como responsable de su gesto, y por tanto, culpable de su acción. Hoy en día, tanto la situación social, cuanto la formación moral del hombre moderno, obligan a tener otros criterios de valoración.

Dicho de otro modo:

1º dada la situación social potencialmente cargada de mentalidad suicida;

2º dado el elevado número de sujetos psíquicamente frágiles e incluso disturbados mentalmente;

3º y dado, por último, los escasos o casi nulos valores morales que pueden contrarrestar la mentalidad antivida reinante...

... podría admitirse que: en los casos en que faltan elementos para juzgar que un suicidio es plenamente voluntario, puede presumirse que la persona que se ha quitado la vida no ha gozado de suficiente responsabilidad moral, o incluso, en algunos casos, ha sido totalmente irresponsable.

Se podría decir que, en muchos casos, lo que debe demostrarse es la “total responsabilidad” del suicida.

De todos modos, hay que decir que en muchos casos sí hay ciertos elementos que pueden servir de guía para elaborar un cierto juicio sobre la responsabilidad objetiva del suicida (dejando, por supuesto, el juicio último únicamente a Dios).

Así, por ejemplo, indican responsabilidad plena en un suicidio: el hecho de que éste haya sido preparado fríamente, o por largo tiempo, o con motivaciones precisas, o por una persona psíquicamente sana.

También el que la decisión haya madurado dentro de una concepción de vida en la que no hay lugar para Dios o en la cual no se encuentra sentido a la vida por principios filosóficos (aunque sean vulgares).

En cambio, son indicios de responsabilidad incompleta: el suicidio impulsivo, el suicidio realizado bajo el shock de una tragedia, el suicidio ocurrido en contraste con toda una vida o una concepción de vida en la cual no parece haber lugar para el mismo, o, finalmente, el suicidio realizado por sujetos psíquicamente alterados.


3. Responsabilidad social.

Gran responsabilidad por el fenómeno del suicidio corresponde a la misma sociedad, en cuanto ejerce o permite influencias que llevan a tal desenlace. Entre estos elementos cabe señalar:

a) La disgregación de los grupos primarios, especialmente la familia; la desaparición o al menos el enrarecimiento de las relaciones familiares (con el consecuente predominio de las relaciones de tipo funcional y utilitaristas) conducen al aislamiento de los individuos, condenándolos a afrontar solitariamente los problemas personales más profundos de la persona.

b) La proposición de “valores” que no satisfacen las exigencias más profundas del alma (bienestar, afirmación personal, riqueza, hedonismo, culto de la personalidad, el divismo o idolatrización de algunos personajes públicos).


c) La negligencia en formar el carácter de sus miembros con una educación humana auténtica. Esto, en vez de robustecer las estructuras psíquicas, las debilita. Surgen de aquí notables debilidades psíquicas.

Autor: P. Miguel Ángel Fuentes, V.E. 

jueves, 15 de agosto de 2013

Testimonio de David MacDonald



Tomado de Davidmacd.com

Este testimonio personal delinea mi vida y el viaje desde de la vida en lo alto de Broadway (New York) a la vida callejera en Ottawa y mi nueva vida en Jesús. (Leerlo te tomará unos 35 minutos).

Fui contratado para actuar en Playwrights Horizon's (Off Broadway) llamado el "Elm Circle. En un punto de la presentación yo actuaba de un "cristiano renacido" que trataba de evangelizar a una chica (la protagonista principal) en un tren. Fue irónico que haya actuado de evangelizador considerando que era ateo en aquel tiempo. Dios esta anticipándose. En la obra ella rechazaba mi evangelización como loca, casi igual a aquella vez en que yo había rechazado a los dos tipos "renacidos" en la Estación Central. En la obra ella iba buscando el sentido de la vida mientras viajaba hacia Hollywood para transformarse en una estrella de cine, sin embargo al final ella cometería suicidio. Es así como termina la obra, un testimonio poderoso y un verdadero anticipo de lo que me significaría mi rechazo hacia Dios. Sin embargo, no capté el mensaje.




sábado, 27 de julio de 2013

¿Me oyes?


¿Me oyes, Señor?

Estoy sufriendo horrores,
encerrado en mí mismo,
prisionero en mí mismo,
no oigo más que mi voz,
sólo me veo a mí,
y tras de mí no hay más que mi sufrimiento.

¿Me oyes, Señor?

Líbrame de mi cuerpo:
es un montón de hambre,
y cuando toca algo con sus innumerables ojos enormes,
con sus mil manos extendidas,
sólo es para agarrarlo
e intentar apagar con ello su insaciable apetito.

¿Me oyes, Señor?

Líbrame de mi corazón:
está hinchado de amor,
pero aun cuando creo que amo locamente,
acabo descubriendo con rabia
que es a mí mismo a quien estoy amando a través del otro.

¿Me oyes, Señor?

Líbrame de mi espíritu:
está lleno de sí mismo,
de sus ideas, de sus opiniones;
no sabe dialogar,
pues no le llegan más palabras que las suyas.

Y yo solo me aburro,
me canso,
me detesto,
me doy asco,
desde que empecé a dar vueltas y más vueltas
en mi sucia piel como un lecho quemante de enfermo
del que se daría cualquier cosa por huir.

Todo me parece ruin, feo, sin luz
... y es que ya no sé ver nada sino a través de mí.

Y siento ganas de odiar a los hombres y al mundo
... y sólo es por despecho puesto que no sé amarlos.

Y quisiera salir,
escaparme,
marchar a otros países.

Porque yo sé que la alegría existe:
la he visto cantar en muchos rostros

Yo sé que la luz brilla:
la he visto iluminando mil miradas.

Mas no puedo salir de mí:
yo amo mi prisión al tiempo que la odio,
pues yo soy mi prisión
y yo me amo,
yo me amor, Señor, y me doy asco.

Y ahora no encuentro ya ni siquiera
la puerta de mi casa:
enceguecido, avanzo a tientas,
me golpeo con mis propias paredes, con mis límites,
me hiero,
me hago daño,
demasiado daño,
y nadie lo conoce porque nadie entró en mí.

Estoy solo, solo.

Señor, Señor, ¿me oyes?

Enséñame mi puerta,
cógeme de la mano,
ábreme,
enséñame el Camino,
la ruta de la luz y la alegría.

... Pero...
Señor, ¿me estás oyendo?

Sí, pequeño, te oigo:

Hace tiempo que acecho tus persianas caídas. Ábrelas:

mi luz te iluminará.

Hace tiempo que aguardo ante tu puerta encerrojada.

Ábrela: me hallarás en el umbral.

Yo te estoy esperando, y te esperan los otros.

Sólo hace falta abrir,
hace falta que salgas de ti mismo.

¿Por qué continuar siendo prisionero de ti mismo?

Eres libre.

No fui Yo quien te cerró la puerta
ni puedo ahora abrírtela.

Eres tú quien tiene echado el cerrojo por dentro.


Titulo: Señor, líbrame de mí mismo.
Autor: P. Michel Quoist