martes, 29 de noviembre de 2016

Una carta de una madre




Permítanme leerles un trozo de una carta de una madre que perdió a su hijo en la redada del conocido programa de eutanasia nazi (la carta se publicó en un diario de Viena): «Por una deformación prematura de los huesos del cráneo en el vientre materno, cuando mi hijo nació el día 6 de junio de 1929 era ya un enfermo incurable. Yo tenía entonces 19 años. Divinicé a mi hijo y lo amé sin límites. Mi madre y yo hacíamos cualquier cosa para ayudar al pequeño gusano, aunque todo fue en vano. El niño no podía andar, ni podía hablar, pero yo era joven y no perdía la esperanza. Trabajaba día y noche sólo para poderle comprar a mi querido gusanito preparados alimenticios y medicamentos. Cuando yo ponía su pequeña y delgada manita sobre mi hombro y le decía: '¿Me quieres?', él se apretaba muy fuerte contra mí, se reía y me ponía torpemente la mano en la cara. Yo era entonces feliz, a pesar de todo, infinitamente feliz.» Creo que sobra cualquier comentario.

   Ustedes podrían sostener todavía la idea de que el médico que mata a un enfermo incurable actúa en los casos de trastorno mental mencionado en representación de la propia voluntad del paciente, ya que esa voluntad está precisamente «trastornada». Como el enfermo, debido a su perturbación mental, no puede percibir por sí mismo su propia voluntad y sus intereses, el médico, como abogado de esa voluntad, está no sólo autorizado sino también obligado a provocar la muerte. Este homicidio sería una acción que vendría a sustituir al suicidio que sin duda llevaría a cabo el enfermo si supiera cómo están las cosas a su alrededor. Lo que tengo que decirles contra este argumento, lo voy a exponer también en un caso que yo mismo he vivido. Cuando yo era joven trabajaba como médico en una clínica de medicina interna en la que ingresó un día un joven colega. El diagnóstico lo traía él mismo y era correcto: un cáncer maligno muy peligroso, imposible de operar. Se trataba de una forma especial de cáncer —la medicina lo denomina melanosarcoma—, que se puede comprobar a través de una reacción determinada en la orina. Intentamos en ganar al paciente cambiando su orina por la de otro enfermo y mostrándole el resultado negativo de la reacción. ¿Qué hizo él? Se introdujo de puntillas a media noche en el laboratorio y comprobó allí la reacción en su propia orina, para sorprendernos al día siguiente con su resultado positivo. Nada nos podía sacar ya de este apuro y sólo nos quedaba esperar el suicidio del colega. Cada vez que tenía permiso para salir —lo que no le podíamos prohibir— para ir, como hacía siempre, a un café cercano, temblábamos ante la idea de que nos comunicaran que se había envenenado allí,  en  los  servicios.  Pero,  ¿qué  sucedió en  realidad? Cuanto más avanzaba la enfermedad, más empezaba el paciente a dudar de su diagnóstico. Cuando le aparecieron metástasis en el hígado se diagnosticó hepatopatías inofensivas. ¿Qué había sucedido? Cuando más se acercaba la muerte, más se despertaba en él el deseo de vivir y menos quería reconocer que estaba próximo el final de su vida. Se puede pensar sobre esto lo que se quiera; es un hecho, y por tanto indiscutible, que en este caso nació un deseo de vivir. lo que nos tiene que convencer de una vez para siempre de que no tenemos derecho a negar a ningún enfermo la vida que tanto desea.

   Tenemos que defender también esta tesis cuando, como médicos, nos vemos ante un hombre que ha demostrado que no tiene ya ningún deseo de vivir. Me refiero a los suicidas. Yo creo que en un intento de suicidio el médico tiene no sólo el derecho, sino también la obligación, de intervenir, de salvar y ayudar todo lo que pueda. ¿Significa esto enfrentarse al destino? No. Se enfrenta al destino el médico que no presta ayuda a un suicida, pues si el «destino» hubiera querido que el suicida muriera, habría encontrado los medios necesarios para que no cayera a tiempo en las manos de un médico.
   
VIKTOR E. FRANKL. LA PSICOTERAPIA AL ALCANCE DE TODOS

viernes, 25 de noviembre de 2016

Era cura, se drogaba y planeaba con detalle su suicidio; hoy ayuda a jóvenes en desintoxicación





El padre Kestutis Vareckas vive con jóvenes que están dejando las drogas y algunos gatos, que le encantan y hasta ayudan a los chicos a reestructurar su vida




P.J. Ginés / ReL

22 diciembre 2015

Kestutis Dvareckas es un cura lituano que vive con jóvenes drogadictos que se están desintoxicando y tratando de recuperar una vida normal. Los entiende bien porque él también fue un adicto. Y se drogó durante años siendo sacerdote y engañándose a sí mismo. “No soy adicto, tomo las pastillas simplemente para relajarme”, se decía.

Solo entre los barrotes de una celda empezó su toma de conciencia del papel de Dios en su vida. Cuenta su historia el periodista José Miguel Cejas en el apasionante libro de testimonios 8 historias sin vergüenza: resiliencia o don, en el sello Freshbook.



Un padre exigente, nada cariñoso
El padre del joven Kestutis había sufrido muchas penalidades en su infancia, en lo peor de la Lituania soviética, y decidió volcarse a trabajar, con mil viajes y empresas, para que sus hijos no vivieran esa pobreza.

“Mi padre trabajaba hasta la extenuación y de niño solo le veía los fines de semana. Para suplir su ausencia me regalaba cosas: juguetes, caprichos, viajes… Le recuerdo con el gesto adusto de juez severo y muy exigente consigo mismo. No recuerdo que tuviera un gesto de cariño conmigo, hubiera bastado con una sonrisa. Quizá no sabía manifestar sus sentimientos. Esa falta de afecto me marcó. Me sentía huérfano de padre y, de hecho, desde el punto de vista psicológico lo fui”.

El joven Kestutis en cambio se sentía acogido por el párroco: le dedicaba tiempo, le escuchaba… y cuando le animó a ser monaguillo renunció a una serie de TV que le gustaba para estar a esas horas en la iglesia.

Dios, el gran vigilante que te castiga
¿Qué imagen tenía Kestutis de Dios? Como tantas personas en el mundo, Dios era una figura paterna… que se parecía a su padre: “Dios era un gran vigilante, que me escrutaba desde las alturas, dispuesto a castigarme por el menor fallo, ante el que tenía que hacer méritos. Como si fuera un gran inquisidor. ´Dios ve todo lo que haces´. Eso me llevó a afanarme desde mi adolescencia en hacerlo todo escrupulosamente bien, sin errores ni fallos, para que la ira divina no cayera sobre mí”.

En cuarto de primaria decidió ser sacerdote porque era “la señal de que estaba haciendo las cosas bien”, y además sentía que así “Dios no tendría más remedio que hacerme caso”.


El joven Kestutis como diácono

Fue un seminarista “excelente, ordenado, diligente, estudioso, puntual, muy responsable”. No tenía una verdadera relación con Dios, pero era muy bueno “haciendo las cosas” y “aprendiendo cosas”. Esas “cosas” se convirtieron, en la práctica, en su ídolo, su dios.

Cada pequeño fallo, vivido como un fracaso inaceptable
Ya como sacerdote, se exigía mucho a si mismo y a los que le rodeaba. Y como era tan exigente y se sentía tan vigilado, cuando cometía algún error (llegar tarde a misa a alguna parroquia, por ejemplo) se sentía fracasado, hundido.

Además, le dolía enormemente pensar en el “qué dirán”: ¿qué dirán, que comentarán, los parroquianos, al ver que él no llegaba a misa? “No soportaba quedar mal ante los demás”.

En cierta ocasión, pese a que Kestutis rezó mucho por un chico enfermo de cáncer, pese a que hizo “todas las cosas” religiosas que cabía hacer… el chico murió. Kestutis se indignó con Dios, como si Dios estuviera a las órdenes del párroco. Le indignaba no sólo la injusticia de la muerte de un joven, sino que Dios no hubiera “cumplido” con sus “obligaciones” para con el sacerdote. Kestutis vivió esta muerte como otro terrible fracaso personal, suyo.

Era un perfeccionista obsesivo, y como nadie podía hacer las cosas tan bien como él quería, terminaba encargándose de todo. No quería delegar en nadie y se repetía que “hay que aspirar a la perfección”, es decir, cumplir sus objetivos escrupulosos. “Yo era mis resultados, yo valía en función de lo que conseguía”, recuerda.

Y parte de esta obsesión implicaba quedarse sin amigos, porque no podía dedicar tiempo a charlas “inútiles”, de mera relación humana, cuando había tantas “cosas que hacer”, tantos deberes parroquiales.

Unas nuevas amigas: las drogas
Cansado de esta frustración, empezó a tomar pastillas para dormir. Cada vez más fuertes. Y no le servían.

Decidió tomar una droga estupefaciente. “Es solo por esta vez, para ver si me serena un poco”, se dijo. Pero la droga le relajó, le relajó mucho, se sintió bien… y decidió tomarla con más y más frecuencia. “Es medicina, no vicio”, se decía a sí mismo. “Las drogas se convirtieron en mis buenas amigas para los momentos de agotamiento y fatiga”.

Sus superiores lo trasladaron a un pueblecito muy tranquilo, con pocas tareas, para que bajase el ritmo. Pero aquello lo empeoró: se sentía más desorientado y confuso, y como estaba cerca de Vilna, iba a la capital, compraba droga y volvía al pueblo con más facilidad.

"Soy drogadicto, mejor suicidarse, que parezca un accidente"
Un día tomó conciencia de que se autoengañaba: estaba enganchado, era un drogadicto. Nunca podría dejar la droga sin ayuda.

Y no podía pedir ayuda por miedo al escándalo. ¿Qué cara pondría su obispo? ¿Qué pensarían sus padres? ¿Qué dirían los médicos, escandalizados, que lo comentarían con la enfermera, que lo comentaría con un novio, que lo diría a un periodista? “El cura drogadicto”, titularían los periódicos. Él, siempre esclavo de la aprobación externa de los demás, no podía soportarlo.

Decidió suicidarse. Pero suicidarse va contra la enseñanza cristiana y es un escándalo. Claro que, pensó, si parece un accidente, si parece un escape de gas, por ejemplo… si no parece un suicidio, no hay escándalo. Lo importante eran las apariencias. ¿Acaso no leía en Mateo 18,7: ‘ay de aquel por quien viniere el escándalo’? En su obsesión, en su esquema de valores que era pagano, no cristiano, el suicidio -si se camuflaba bien- parecía incluso virtuoso.

Como era una persona metódica y meticulosa dedicó muchas semanas a prepararse, a visitar gente, amigos y conocidos, a modo de despedida camuflada. La última fue una prima en Vilna. Ya solo quedaba ejecutarlo. Salió de cenar de casa de la prima, subió al coche y se tomó muchas pastillas que le diesen valor para la fase final, el suicidio.

Le atrapa la Policía
Pero al parecer su conducción bajo efecto de las pastillas despertó sospechas en la Policía cuando pasó ante la comisaría. Lo detuvieron, lo interrogaron en la calle helada y notaron que no conseguía concentrarse. Examinaron sus ropas: drogas y documentación sacerdotal.

- Hombre, curita, así que también le das a esto, vaya, vaya… -dijeron los policías al ver las drogas. Se rieron de él y fueron a buscar a mujeres policías para señalarlo, burlarse y humillarle más. ¡Mira, un cura drogadicto!, decían.



Helado y aún drogado en la celda, Kestutis estaba muy irritado con Dios. “¿Por qué no me has dejado realizar mi plan?”, le reprochaba enfadado.

Y al día siguiente, él, que tanto odiaba el escándalo, el fracaso, y que le vieran fracasar, se encontró con su nombre en la portada de la prensa local: “Sacerdote drogado, detenido por la policía”. Ya no había donde ocultarse: todo el mundo lo sabía.

Entre barrotes, descubrir a Dios
Cuando se repuso un poco de su síndrome de abstinencia, le visitó en la celda un sacerdote amigo, Romualdo Zdanys, con una propuesta: “Ya que estamos en Cuaresma, ¿por qué no empiezas a escribir un viacrucis? Piénsatelo, Kestutis, te hará mucho bien”. A Kestutis lo del viacrucis le parecía una idea absurda, descabellada, “un chiste de mal gusto”.

Pero cuando le cambiaron de celda, comenzó a escribirlo. Un poco cada día… “y así Le fui descubriendo”. A Él, al Dios al que se había consagrado pero al que desconocía.

Le dio la sensación de que los barrotes de su celda eran la malla, la red, con la que Dios le había rescatado del mar, de su naufragio.

Más importante aún: entendió que Dios no sólo lo quería vivo, sino que lo amaba, que era Padre, el padre que había ansiado toda su vida. Eso lo entendió en la celda escribiendo el viacrucis.

Desintoxicación... y cambio de mentalidad
Al salir de la cárcel, Kestutis siguió un tratamiento de desintoxicación por consejo de Romualdo. Empezó a recuperarse, en lo físico, lo mental y lo espiritual. “Descubrí que Dios nos quiere incluso cuando nos odiamos a nosotros mismos. Descubrí que si dejaba actuar a Dios, mis errores podían ayudar a otros. Eso fue un giro copernicano para mí”.

Dios no quería cosas de Kestutis. Dios quería a Kestutis. “No se trataba de ser cada vez más autoexigente, como pensaba antes, sino de tratarle como un hijo a un padre que le ama con locura. No era cuestión de hacer muchas cosas sino de aprender a amarle y dejarse amar por Él”.

Pasó un tiempo también en un monasterio y reflexionó sobre su sacerdocio. “No era hacer cosas –misa, predicar, confesar- sino una tarea y un don: amar a Dios y hacer que lo amaran”, concluyó.

En Polonia, con los drogadictos
Rechazó una oferta en un trabajo mundano bien retribuido cuando le ofrecieron ser capellán de lituanos en Polonia. Él odiaba la lengua polaca desde niño y no le atraía nada estudiarla, ir a ese país ni esa función. Pero había algo que sí le atraía: podría volver a ser sacerdote y celebrar la Eucaristía. Y lo deseaba con todas sus fuerzas.

En Polonia conoció a don Valerio, un cura que trabajaba con drogadictos y marginados. Estaba creando una comunidad de consagrados para atenderlos, pero a Kestutis, aunque le encantó ese proyecto, no le atraía la idea de consagrarse, de ser religioso de una congregación, aunque sí la de vivir con otra gente.



Acompañar jóvenes que se reintegran
Y entonces llegó una invitación del cardenal de Vilna: la posibilidad de poner en marcha en Lituania una casa para jóvenes que están dejando la droga, vivir con ellos, acompañarlos mientras se reintegraban en la vida civil y acogerlos si tenían recaídas. Kestutis volvió a su país con la experiencia y la visión aprendida en Polonia y con la experiencia de su paso por la cárcel y la droga y se volcó en este apostolado.

La casa era una especie de almacén sobre un depósito de cadáveres, muy feo, pero mucha gente ayudó a decorarla y convertirla en un lugar acogedor y cálido.

“Charlamos tras la comida, rezamos, cantamos, jugamos con los gatos. Me encantan los gatos y es bueno que los chicos aprendan a cuidar a los animales. Procuramos tratar a los chicos con afecto, escucharles, comprenderles, darles atención médica y psicológica”, explica. Cuenta con voluntarios y profesionales. El grupo se llama comunidad "Yo Soy" (As Esu, en lituano), se fundó en 2009 y su web es www.asesubendruomene.lt .



“Aquí tenemos una costumbre: cuando alguien se equivoca en algo lo cuenta en voz alta, el hecho de reconocerlo sin dramatismos ayuda a superar los errores”. Con compañerismo y amistad, todos se ríen del supuesto error “terrible”, se rompe la maldición del escándalo y la vanidad herida, de la soledad y el miedo.

La casa está muy cerca de la comisaría donde detuvieron a Kestutis y le trataron tan mal. Él ha perdonado a aquellos agentes que lo humillaban y de hecho da gracias a Dios porque utilizó a aquellos policías para salvar su vida y su alma. “Ellos me miran y no me identifican porque he cambiado mucho”, comenta. Por dentro, y por fuera.



miércoles, 23 de noviembre de 2016

lunes, 21 de noviembre de 2016

Es noche de tormenta en nuestro pueblo...




Es noche de tormenta en nuestro pueblo.
El viento es fuerte y mueve los cacharros,
los platos, maceteros y hasta el cobre,
que cuelgan de la entrada de las tiendas.

No hay nadie levantado, pero todos
tienen perdido el sueño y se preguntan
si arreciará la ruina, si los fardos
que cubren las fachadas de los puestos
podrán tener a salvo la materia
que el fuego le engendró a la humilde arcilla,
o si, por el contrario, muy temprano
habrá que hacer limpieza y, sin demora,
volver a darle un orden al desastre
y abrir, una vez más sin su recuento,
la vida a su futuro pequeñito.

Adentro de la casa hay una calma
común que nos aúna en la tarea
de no otorgarle al miedo su tributo.
Y no hay más que decir, pues contra el viento
y contra todo lo imposible sólo vencen
los gestos diminutos y sagrados
que alivian la amargura cada noche
-sea noche de tormentas o de grillos-
con un silencio hermano que anticipa
la nueva luz que aguarda en la mañana.

Antonio Praena Segura