domingo, 5 de febrero de 2017

“No me suicidé gracias a una mirada de bondad” Tim Guénard (2)




La vida de Tim Guénard fácilmente daría para un drama premiable en Hollywood (o en los César franceses, dada su nacionalidad): abandonado por su madre y apalizado hasta el coma por su padre, Tim logró hacerse un hueco en las calles de París como un sintecho sufriendo violaciones y dedicándose a la delincuencia primero y al boxeo después.

Logró alzarse con el título de campeón nacional de su categoría pero su único motor, según explica, era el odio. No obstante, los sucesivos encuentros con los que el Big Boss le obsequió -según cuenta en su libro “Más fuerte que el odio”– le cambiaron la vida por completo. Aprovechando que pasó por Barcelona para participar en el congreso Cor Iesu, Vultus Misericordiae, transcribimos en formato de entrevista su testimonio:

(Si no la has leído, aquí está la PARTE 1 de la entrevista)

Tim Guenard testimonio conversión misericordia odio big bossHablas de que encontraste la religión a través de “cristianos vivos”, ¿a qué te refieres?

Inicialmente no creía porque veía creyentes que no amaban al diferente, que hablaban mal de los demás… era una enfermedad que yo no quería para mi vida. Por suerte, el Big Boss me hizo encontrarme con un buen chico que amaba a Dios. Todo el mundo le decía que no se relacionase conmigo porque no era una buena compañía, un impresentable.

Pero se acercó.

Sí. Cuando mi amigo hablaba de Él, te daba la impresión de que se había fumado algo fuerte. Un día vino y me dijo “¿Tú sabes que Dios vino para los pobres?”, y yo fui a por un periódico, lo abrí por la sección de Sociedad y le dije que entonces Dios debía estar de vacaciones a menudo. Sin embargo, siguió compartiendo conmigo las historias del Big Boss, y eran historias originales.

¿Fue a raíz de él que empezaste a cambiar?

Un día le pregunté qué haría el próximo fin de semana –en mi grupo de amigos normalmente nos peleábamos-. Él o bien rezaba o se encargaba de cuidar a personas discapacitadas. Cuando le pregunté cuánto cobraba me dijo que nada, que era voluntario y que lo hacía por Dios. Me chocó tanto que decidí ir a ver si realmente trabajaba con personas discapacitadas, y tuve la gran suerte de encontrármelas.

¿Por qué lo consideras una gran suerte?

Porque fueron las primeras personas que me trataron de forma normal. Cuando llegué, uno de ellos me preguntó mi nombre, se lo dije y entonces puso su mano en mi pecho y me dijo “Eres agradable, Tim”. Yo no sabía que era agradable hasta ese momento, nunca me lo habían dicho. Me tomó de la mano y me llevó a su mesa, me sirvió un tomate relleno, y luego otro. Al final de la comida vino a verme y me dijo “¿Vienes a ver a Jesús conmigo?”.

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¿Qué le contestaste?

Dije que sí, pero porque yo había trabajado en la construcción con un obrero portugués llamado Jesús, y creía que íbamos a verle a él. Así de cotidiano me lo dijo. Me hizo ofrecer el brazo a dos chicas discapacitadas –una de ellas me escupía en el brazo mientras me hablaba- y me dio mucha vergüenza, pero al final llegamos a la puerta de una casa donde conocí a mis primeros cristianos eléctricos.

¿Cristianos eléctricos?

Había un cristiano en la puerta que decía a todo el mundo “Buenos días, hermano”, “Buenos días, hermana”. Yo para mí pensaba “¡Qué familia tan numerosa, todos son hermanos!”. El hombre vino a mí para decirme lo mismo y yo quise pegarle, pero mi amigo discapacitado me arrastró al interior de aquel edificio. Era muy extraño: todos los cristianos estaban mirando una pequeña cosa blanca. Pensé que, efectivamente, estaban fumados.

¿Se lo dijiste?

Les decía que eran un poco raros por estar ahí mirando una forma enana, pero me chistaban y me hacían callar. Me dije a mí mismo que yo no era más tonto que ellos, y que si ellos podían ver a Jesús en esa cosa ¿por qué yo no? Pensé que era como la tele, la enchufas y funciona… así que intenté imitar a los de la tercera fila: veía que cerraban los ojos –yo al final me aburría y los abrí-. También había uno que movía el incienso y uno que se acercaba a Jesús con una tela –pensé que debía estar muy caliente si uno ha de protegerse las manos para cogerlo-.

Cuando vi a todos esos cristianos arrodillados ante una cosa blanca y pequeña pensé que habían fumado algo fuerte
No te enterabas de la misa la mitad, y nunca mejor dicho…

Claro. Cuando lo tapó y sacó la forma del sagrario pegué un grito: “¡Eh, no me ha dado tiempo a verlo, no te lo lleves!” y todos se giraron a mirarme. Debieron pensar que era otro discapacitado. Quien había cogido la Hostia era un sacerdote, y yo nunca había visto uno en libertad. Cuando la guardó, cogiéndola como si fuera una bomba a punto de explotar, la sala se vació y me quedé mirando la lucecita roja parpadeante de lo que ahora sé que es un Sagrario. Me acerqué y le dije a Jesús: “Te respeto, eres un jefe de banda como yo, pero has elegido mal tu banda: dicen que te aman pero te encierran en esta caja”.

¿Qué pasó después?

Allí me quedé tumbado, en las escaleras de la iglesia hasta que me despertó el sacristán. Si yo soy hoy cristiano de la Iglesia Católica y enamorado del Sacramento, es gracias a ese día. No entendí nada pero estaba bien.

¿Seguiste interesándote cada vez más?

Sí, y tuve la suerte de encontrar un buen sacerdote. Todo el mundo me decía que no me acercara a ese cura, pero a mí me atraía porque llevaba ropa rara, como de mujer. Era un dominico. La primera vez que lo vi me daba vergüenza estar a su lado, así que cogí mi moto y la puse en marcha pensando que así me escaquearía. Le pregunté si quería subir y estaba seguro de que me diría que no, porque tenía sus buenos 70 años.

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¿Pero te dijo que sí?

Sí, pero yo tenía vergüenza de tener un cura vestido de mujer en mi moto. Además, comprobé que es peligroso ir en moto con un dominico, porque de repente su tela me tapó toda la cara y me asusté. Cuando lo dejé de nuevo, creía que me diría que yo era un mal chico. En vez de eso, me preguntó “¿Quieres el perdón de Jesús?”. “¿Para qué sirve?”, le pregunté, y me respondió que me podría hacer bien. Rezó un rato y me dijo que sentía que me iba bien. Yo llegaba ya una hora y media tarde a reunirme con mis amigos y ya me estaba preocupando de qué excusa les daría.

¿Les dijiste que habías estado de paseo en moto con un cura?

No les conté nada, aunque durante toda la tarde mi cuerpo estaba con mis amigos pero mi cabeza no. Esa noche, entre las dos y las tres de la madrugada hice 60 km para volver a ver a este cura, para ver si seguía siendo bueno conmigo entonces. Él, en lugar de enfadarse por ir a verle a horas tan intempestivas, se despertó, me tomó la mano y me preguntó “¿Has venido a buscar el perdón de Jesús?”. Seguí yendo; a veces iba solo para decirle hola y, cuando me preguntaba si había ido a buscar el perdón, me iba. Me pasé un año así, observándole.

¿Qué viste en él?

Decía todas sus oraciones susurrando, como si estuviera diciendo secretos. Yo me acercaba a ver qué decía y repetía sus palabras. Así rezaba yo. También soy cristiano hoy gracias a aquel dominico, aquel que murmuró al alma de un pecador y le dio oraciones. Un día, fui a verle con un pato, y le dije “Primero vas a bautizar a mi pato y después me bautizas a mí”.

El perdón es como un viaje en globo: para subir has de liberar peso
Pero un pato no se puede bautizar, ¿no?

Eso me dijo, y le respondí que el pájaro era mi amigo, que tenía que bautizarlo. Se rascó la cabeza, trajo un libro gordo y agua y, con todo su corazón, le dio la bendición de San Francisco de Asís y le tiró agua. Habiendo bendecido a mi pato, me puso la mano en el pecho y me dijo “Ahora hay que preparar tu corazón”.

Así entraste oficialmente en la Iglesia…

Fui a vivir con las personas discapacitadas: me enamoré de ellas porque se acordaban de mi nombre. ¿Sabéis lo que es conocer a personas discapacitadas que saben que mi nombre tiene un santo y yo no lo sabía? Un día iba por la calle con uno de ellos y dos tipos empezaron a burlarse de él y a llamarle “mongol”. Les pegué a los dos y les dije “No se llama mongol, se llama Vianney”. Pero Vianney me cogió del brazo y me susurró al oído, como un secreto, “No me gusta cuando pegas”. Mis maestros han sido las personas discapacitadas como Vianney; ellos domesticaron mi violencia.

¿Has perdonado a tu padre, después de todo esto?

Sí, he perdonado a mi padre, pero no de un modo mágico. El primer perdón, de hecho, fue a mí mismo: el peor enemigo de uno no es el sufrimiento, sino la memoria que viene a secuestrarte, que te recuerda constantemente que has sufrido y te infunde miedo sobre el futuro. Para mí el perdón es como un viaje en globo, si no te liberas de peso no puedes subir más alto y más lejos. Perdonar no es olvidar, sino “saber vivir con”. Soy hijo, nieto, bisnieto de alcohólicos… pero no lo soy. No bebo nada, porque sé de dónde vengo. Mi sueño es que mis hijos no tengan que decir que son hijos de alcohólicos.

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¿Ya no te torturan tus recuerdos?

Antes mi memoria me torturaba, ahora me aclara la vía. No soy la raíz de mi familia pero soy un buen tronco, y es un árbol que florece. Gracias, Big Boss. Hoy mi historia es una especie de pasaporte que me permite no juzgar nunca, porque sé de dónde vengo.

¿Cómo podemos, como sociedad, ayudar a aquellos que están peor?

No hay que tener miedo de hacer visitas. Cuando yo voy a visitar a la cárcel, voy a compartir mi felicidad por ellos. La gente me dice “Pero así lograrás que estén más infelices aún”… y no es así. ¿Deberíamos cerrar todas las tiendas del mundo porque puede ser ofensivo para alguien pobre que no puede comprar? No -hablo por experiencia-, los pobres miran los escaparates, con la ambición de entrar algún día. Pues lo mismo con la felicidad en la cárcel.

¿Nunca le has guardado rencor al Big Boss por haberte dejado pasarlo tan mal?

No, en mi caso no. Amo mucho a Dios, y a menudo Él es acusado por los sufrimientos que llevamos dentro. Muchas veces la gente dice “¿Qué le he hecho yo a Dios?”, “¿Por qué Dios permite la guerra, o el Sida, o cualquier desgracia..?”. Cuando no creía, veía esta actitud y me preguntaba quién era este Dios al que tanta gente le echa las culpas. Me di cuenta que Él no me había pegado nunca, ni tratado mal, ni hecho nada malo.

Tu testimonio parece una caso excepcional…

No, conozco muchas personas que se identifican con mi camino. En realidad todos tenemos la misma ambición, un poco como la gente que escala una montaña. Estamos todos en la misma cuerda y una vez en la cima, ¿qué importa quién ha llegado primero? No lo sabemos y no importa, lo importante es estar allí.

Por último, ¿a qué tenías miedo entonces y a qué tienes miedo ahora?

Antes de creer no conocía realmente el miedo, solo el de mi corazón. Cuando la policía corría detrás de mí, a veces me escondía y me daba la sensación de que mi corazón hacía tanto ruido que me descubrirían: era la adrenalina. Desde que creo en Dios, sin embargo, mis temores son más grandes. Mi mayor miedo es el de no ser buen hijo del Big Boss: como jamás he tenido la posibilidad de ser hijo en la Tierra, solo soy hijo en mi rosario. Nunca estoy seguro de complacer a Dios, no obstante. Es una paradoja: no dudo del amor de Dios pero al mismo tiempo tengo miedo. Creo en el amor inmenso de Dios para todo el mundo pero para mí aún me queda trabajo. Lo digo con total sinceridad, para que puedas rezar por mí.


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