Recuerdo
el terror de las primeras arrugas.
Pensar:
Ahora sí. Ya me llegó la hora.
Las
líneas de la risa marcadas sobre mi cara
aun en
medio de la más absoluta seriedad.
Yo,
frente al espejo,
intentando
disolverlas con mis manos,
alisándome
las mejillas, una y otra vez,
sin
resultado.
Luego
fue la mirada furtiva de mi reflejo en los escaparates
preguntarme
si la luz del día las haría más evidentes,
si el
que me observaba desde la otra acera
estaría
censurando mi incapacidad de mantenerme joven,
incólume
ante el paso del tiempo.
Viví
esas primeras marcas de la edad
con la
vergüenza de quien ha fallado.
Como
una estudiante que reprueba el examen
y debe
caminar por la calle
con
las malas notas expuestas ante todos.
–Las
mujeres nos sentimos culpables por envejecer,
como
si pasada la juventud de la belleza,
apenas
nos quedara que ofrecer,
y
debiéramos hacer mutis;
salir
y dejar espacio a las jóvenes,
a los
rostros y cuerpos inocentes
que
aún no han cometido el pecado
de
vivir más allá de los treinta o los cuarenta–.
No sé
cuándo dispuse rebelarme.
No
aceptar que sólo se me concedieran como válidos
los
diez o veinte años con piel de manzana;
sentirme
orgullosa de las señales
de mi
madurez.
Ahora,
gracIas
a estos razonamientos
cada
vez me detengo menos
frente
al espejo.
Paso
por alto
la
aparición de
inevitables
líneas
en el
mapa de vida del rostro.
Después
de todo,
el
alma,
afortunadamente,
es
como el vino.
Que me
beba quien me ame,
que me
saboree.
Gioconda
Belli
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios son bienvenidos, este es un espacio de escucha y oración.