En su
grave rincón, los jugadores
rigen
las lentas piezas. El tablero
los
demora hasta el alba en su severo
ámbito
en que se odian dos colores.
Adentro
irradian mágicos rigores
las
formas: torre homérica, ligero
caballo,
armada reina, rey postrero,
oblicuo
alfil y peones agresores.
Cuando
los jugadores se hayan ido,
cuando
el tiempo los haya consumido,
ciertamente
no habrá cesado el rito.
En el
Oriente se encendió esta guerra
cuyo
anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como
el otro, este juego es infinito.
II
Tenue
rey, sesgo alfil, encarnizada
reina,
torre directa y peón ladino
sobre
lo negro y blanco del camino
buscan
y libran su batalla armada.
No
saben que la mano señalada
del
jugador gobierna su destino,
no
saben que un rigor adamantino
sujeta
su albedrío y su jornada.
También
el jugador es prisionero
(la
sentencia es de Omar) de otro tablero
de
negras noches y de blancos días.
Dios
mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué
Dios detrás de Dios la trama empieza
de
polvo y tiempo y sueño y agonías?
Jorge
Luis Borges
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