A menudo podemos sentir la ausencia de Dios, pero quizá
nunca tanto como cuando lidiamos con el suicidio de un ser querido
Rob Hainer/Shutterstock
Muchas veces he culpado al Señor de la muerte de mi hermano
Scott. Señor, si hubieras estado ahí, mi hermano no habría muerto. Sabía que mi
hermanito de 35 años estaba metido en serios problemas y yo ayunaba y rezaba
por su liberación de la adicción, por una intervención divina, por un milagro.
Y aun así la llamada se produjo.
“Judy, siento mucho tener que decírtelo”, decía entre
sollozos mi hermano Kenny, “pero Scott se ha pegado un tiro y se ha suicidado”.
Antes de la llamada de teléfono, esa misma mañana, la mañana
de un perfecto día de primavera fresco y radiante, había estado rezando en la
última banca de la iglesia. Diecisiete palabras más tarde, el día se volvió
negro.
Señor, si hubieras estado allí, me lamentaba una y otra vez.
¿Dónde estabas, Señor?, preguntaba, cegada por el dolor.
Pero otra llamada inesperada me devolvió la vista, esta vez
en relación a un perfecto extraño. “Judy, por favor, ¿puedes ir a la casa de
Miriam y hablar con ella?”, me pidió un amigo.
“Su hermano se ha suicidado y está completamente paralizada
de dolor. Pensé que si alguien podía entender por lo que está pasando, esa
debías de ser tú. Aquí tienes su dirección. Te está esperando ahora”.
Me metí de inmediato en el coche, atravesé toda la ciudad
hasta la casa de Miriam y toqué el timbre. Me abrió la puerta una mujer
delgada, frágil, como de cuarenta años, y me acompañó al interior. Después de
sentarme a su lado en el sofá, empezó a contarme su historia.
“Había pasado toda la noche con Connor y sólo me fui un
minuto para traer algo de beber”, me explicó con lágrimas y con unos círculos
negros bajo los ojos que delataban su tormento interior. “Cuando volví, el
cerrojo de la puerta estaba echado. Y luego escuché el disparo. Escuché el
disparo y todavía sigue resonando en mis oídos”, dijo entre sollozos.
“Había rezado tantísimo por él, quería ayudarle tanto, y aun
así murió solo”. Su angustiada voz se estremecía de pena. “¿Dónde estaba
Dios?”.
Incapaz de retener mis lágrimas, lloré junto a ella sin
reservas. Dos desconocidas totales, Miriam y yo; dos corazones abrasados juntos
por la tragedia y el dolor.
Tomé sus manos entre las mías y comencé a rezar a Dios para
que la sanara y le concediera consuelo, y por la gracia de una nueva y mejor
comprensión de lo que había sucedido. Y entonces recibí una visión etérea que
lo cambió todo.
Vi a Nuestra Señora junto a su hermano, igual que cuando
permaneció al pie de la cruz el día que asistió a la muerte de su propio hijo;
igual que había permanecido al lado de mi Scott. Y Jesús estaba al otro lado
del hermano roto, meciendo con ternura su alma desecha y sosteniéndola contra
su propio corazón crucificado.
Así comprendí de nuevo que las oraciones que decimos por los
demás nos conectan con el paraíso, que se encuentra fuera del tiempo.
Las oraciones que dijimos ayer, o las de hoy, o las que
diremos mañana, pueden regresar para curarnos; pueden adelantarse para ser
nuestro sostén. Las oraciones que dijimos por nuestros afligidos hermanos no
fueron en vano. Fueron escuchadas.
“Connor no murió solo, Miriam”, dije con una extraña
seguridad. Mientras le relataba lo que acababa de ver, una nueva luz amaneció
en sus ojos. “Jesús y su Madre estaban a su lado, estrechándolo junto a ellos”.
“Y cada una de las oraciones que dedicaste a Connor, cada
una de las lágrimas que has llorado —incluso las de ahora— es una hermosa
ofrenda de gracia que le han sostenido en el momento de su muerte, justo cuando
era más necesario”.
El rostro de Miriam se transformó con una paz radiante, el
milagro de la misericordia disipó el hedor de la muerte.
Sonreímos y nos abrazamos y luego seguimos cada una nuestro
camino, pero ambas cambiadas para siempre por el misterio de la presencia de
Cristo, presente ante todos nosotros y ante todas las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Todos los comentarios son bienvenidos, este es un espacio de escucha y oración.