Por Roberto Esteban Duque. Doctor en Teología Moral
Ayer aparecía una noticia terrible, de las que suelen ocultarse o sobre la que recae un ominoso silencio social, mediático y político: en España hay más muertes por suicidio que por accidentes de tráfico. Según el último informe del INE, en 2009 más de 3.000 personas se quitaron la vida, lo que coloca al suicidio como la principal causa externa de defunción.
Sin el ánimo ni la torpeza de ser reduccionista, creo que el suicidio suele presentarse como pérdida del sentido de la vida, más concretamente como expresion e incapacidad de comprende y aceptar el sufrimiento. El suicidio nace del sufrimiento, del sufrimiento espiritual y físico. “El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”, sentenció Nietzsche. Siempre hay un motivo, una razón sustantiva para aferrarse a la vida, incluso en las horas más difíciles. Las terapias de quienes ya no esperan nada de la vida consisten en persuadir al paciente de que es la vida la que está esperando algo de ellos. A uno le espera una mujer, o un hijo. A otro, una importante tarea por realizar.
Cuenta Víktor Frankl, superviviente de los campos de concentración nazi, cómo existen tres cauces para encontrar un sentido a la vida. En primer lugar, una vida activa cumple la finalidad de presentar al hombre la oportunidad de desempeñar un trabajo que le proporciona valores creativos. Una vida contemplativa también le concede la ocasión de desplegar la plenitud de sus vivencias al experimentar la conmoción interior de la belleza, el arte o la naturaleza. Pero además de realizar una acción y de acoger la donación de la existencia, un tercer cauce para encontrarle un sentido a la vida es a través del sufrimiento: la actitud erguida del hombre ante un destino adverso, cuando la existencia le señala inexorablemente un camino.
“Sólo temo una cosa, no ser digno de mi sufrimiento”. Esta frase de Dostoievski nos enseña que nadie puede arrebatarnos nuestra libertad interior, incluso en los estados de tensión más crueles. En la decisión personal de dotar a su vida de un sentido reside la posibilidad de atesorar la dignidad moral que cualquier situación difícil ofrece al hombre para su enriquecimiento interior. Y ello determina si es o no merecedor de sus sufrimientos. La libertad interior puede elevar al hombre por encima de su destino adverso.
Decía Meister Eckhart que para conocer voluntariamente a Dios, el hombre debe atravesar una experiencia de desapropiación y aceptar un empobrecimiento que le permita el retraimiento, una libertad negativa que, sin embargo, es la única que puede descubrir la libertad interior como participación en la naturaleza divina.
Conocí a un sacerdote bueno y piadoso, párroco durante cuatro décadas en mi pueblo natal, que acabó sus días de manera fatídica. No entraré en consideraciones morales – sólo Dios conoce el corazón del hombre, equivocándonos siempre si queremos hacernos jueces de la historia de los hombres-, sólo diré que, como afirmara Santo Tomás de Aquino, nuestra vida no nos pertenece. Pero también conozco a otro compañero sacerdote que lleva con una entereza admirable su larga y difícil enfermedad, transformando así su dolencia, como hiciera Job, en declaración de esperanza: “yo sé que vive mi redentor… y con mi propia carne veré a Dios”. Al estar dispuesto al desafío de aceptar con integridad su enfermedad, la vida mantiene sentido y lo conserva hasta el final. La fe puede constituir una auténtica revelación: “Dios sólo podía recuperarme con la muerte de mi hijo”, me contaba una mujer que perdió en accidente a sus ser más querido.
En su Homilía en la Misa de beatificación, el Papa Benedicto XVI hablaba del testimonio de Juan Pablo II en el sufrimiento: “el Señor lo fue despojando de todo, sin embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo quería”. Un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas iban disminuyendo. De la vida de Juan Pablo II aprendemos el testimonio de una fe forjada por las pruebas, la fatiga y la enfermedad. El misterio del sufrimiento lo marcó desde muy joven, mostrando la gran docilidad de espíritu con que afrontó la peregrinación de la enfermedad, hasta la agonía y la muerte. En la vida entera del beato Juan Pablo II encontramos la verdad de que no existe felicidad que no esté fundada en el dolor, al tiempo que la afirmación de la misericordia absoluta de Dios y de la gratuidad de su gracia que nunca abandona su criatura. El silencio de Dios ante el sufrimiento de los hombres es sólo la desatención ante una Palabra que sostiene el mundo y que sólo habla de amor.
Roberto Esteban Duque
http://www.analisisdigital.org/2011/07/07/el-suicidio-como-perdida-de-sentido/
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