Salió
a sembrar. Salió de madrugada.
Volvió
al anochecido. Traía la simiente
intacta
y una sombra de plomo le seguía.
Salió
a sembrar. Dijeron que era tiempo
de
regresar y uncirse a la costumbre.
El era
sólo un rudo campesino.
Los
ojos y las manos pegados a la tierra.
Y
también la esperanza.
Su
pequeña esperanza, justo para ir tirando
de un
año para otro, de cosecha en cosecha.
Sudaba
largamente. Deseaba la lluvia
o el
sol según los casos. Maldecía a menudo.
Y
cantaba otras veces.
Cuando
el aire era dulce y obediente el ganado.
Un día
vio en sus manos una dura culata.
Vio el
fuego, el miedo, el odio, limándole los huesos.
La
carne troceada. El aire al rojo
metiéndose
debajo de sus párpados.
La
furia repetida del acero y la pólvora.
La
sangre despreciada.
Aquello
era la guerra, le dijeron.
Luego,
otro día, le ordenaron: Alto.
Volvió.
Pensó primero que era hermoso.
La paz
debía ser como una aurora.
Un
oloroso aceite derramado.
Un
vino alegre dentro de las venas.
Volvió.
Salió a sembrar de madrugada.
Salió
a sembrar. No pudo.
Le
faltaba el silencio.
Sus
oídos alerta
seguían
escuchando los cañones,
la
brama del motor entre las nubes,
la
piedra dividida en estallidos,
el
lento gotear de las heridas.
Y dejó
solo el campo.
Y
devolvió a sus arcas la simiente.
Porque
no había silencio.
Porque
no había fe ni existía el mañana.
Porque
se había roto
el
ritmo primitivo que movía sus manos.
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