jueves, 1 de junio de 2017

Regreso


 

Salió a sembrar. Salió de madrugada.
Volvió al anochecido. Traía la simiente
intacta y una sombra de plomo le seguía.

Salió a sembrar. Dijeron que era tiempo
de regresar y uncirse a la costumbre.

El era sólo un rudo campesino.
Los ojos y las manos pegados a la tierra.
Y también la esperanza.
Su pequeña esperanza, justo para ir tirando
de un año para otro, de cosecha en cosecha.

Sudaba largamente. Deseaba la lluvia
o el sol según los casos. Maldecía a menudo.
Y cantaba otras veces.
Cuando el aire era dulce y obediente el ganado.

Un día vio en sus manos una dura culata.
Vio el fuego, el miedo, el odio, limándole los huesos.
La carne troceada. El aire al rojo
metiéndose debajo de sus párpados.
La furia repetida del acero y la pólvora.
La sangre despreciada.

Aquello era la guerra, le dijeron.
Luego, otro día, le ordenaron: Alto.

Volvió. Pensó primero que era hermoso.
La paz debía ser como una aurora.
Un oloroso aceite derramado.
Un vino alegre dentro de las venas.

Volvió. Salió a sembrar de madrugada.
Salió a sembrar. No pudo.
Le faltaba el silencio.
Sus oídos alerta
seguían escuchando los cañones,
la brama del motor entre las nubes,
la piedra dividida en estallidos,
el lento gotear de las heridas.

Y dejó solo el campo.
Y devolvió a sus arcas la simiente.
Porque no había silencio.
Porque no había fe ni existía el mañana.
Porque se había roto
el ritmo primitivo que movía sus manos.

Ángela Figuera Aymerich

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