Había sido un día muy malo. A la hora de la formación se
había leído un anuncio sobre los muchos actos que, de entonces en adelante, se
considerarían acciones de sabotaje y, por consiguiente, punibles con la horca.
Entre estas faltas se incluían nimiedades como cortar pequeñas tiras de
nuestras viejas mantas (para utilizarlas como vendajes para los tobillos) y
"robos mínimos. Hacía unos días que un prisionero al borde de la inanición
había entrado en el almacén de víveres y había robado algunos kilos de patatas.
El robo se descubrió y algunos prisioneros reconocieron al "ladrón".
Cuando las autoridades del campo tuvieron noticia de lo sucedido, ordenaron que
les entregáramos al culpable; si no, todo el campo ayunaría un día. Claro está
que los 2500 hombres prefirieron callar. La tarde de
aquel día de ayuno yacíamos exhaustos en los camastros. Nos
encontrábamos en las horas más bajas. Apenas sé decía palabra y las que se
pronunciaban tenían un tono de irritación. Entonces, y
para empeorar aún más las cosas, se apagó la luz. Los
estados de ánimo llegaron a su punto más bajo. Pero el jefe de nuestro barracón
era un hombre sabio e improvisó una pequeña charla sobre todo lo que bullía en
nuestra mente en aquellos momentos. Se refirió a los muchos compañeros que
habían muerto en los últimos días por enfermedad o por suicidio, pero también
indicó cuál había sido la verdadera razón de esas muertes: la pérdida de la
esperanza. Aseguraba que tenía que haber algún medio de prevenir que futuras
víctimas llegaran a estados tan extremos. Y al decir esto me señalaba a mí para
que les aconsejara. Dios sabe que no estaba en mi talante dar explicaciones
psicológicas o predicar sermones a fin de ofrecer a mis camaradas algún tipo de
cuidado médico de sus almas. Tenía frío y sueño, me sentía irritable y cansado,
pero hube de sobreponerme a mí mismo y aprovechar la oportunidad. En aquel
momento era más necesario que nunca infundirles ánimos.
Por Víktor Frankl. El hombre en busca de sentido
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