Señor, ¿por qué no existes?
¿Dónde te escondes?
Te buscamos, y te hurtas;
te llamamos, y callas;
te queremos, y Tú, Señor, no quieres
decir: ¡vedme, mis hijos!
Una señal, Señor, una tan sólo,
una que acabe
con todos los ateos de la tierra;
una que dé sentido
a esta sombría vida que arrastramos.
¿Qué hay más allá, Señor, de nuestra vida?
Si Tú, Señor, existes,
¡di por qué y para qué, di tu sentido!
¡Di por qué todo!
¿No pudo bien no haber habido nada,
ni Tú, ni mundo?
Di el porqué del porqué, ¡Dios de silencio!
Está en el aire todo,
no hay cimiento ninguno
y todo vanidad de vanidades.
«Coge el día», nos dice
con mundano saber aquel romano
que buscó la virtud fuera de extremos,
medianía dorada e ir viviendo... ¿qué vida?
«Coge el día», y nos coge
ese día a nosotros,
y así, esclavos del tiempo, nos rendimos.
¿Tú, Señor, nos hiciste para que a ti te hagamos,
o es que te hacemos para que Tú nos hagas?
¿Dónde está el suelo firme, dónde?
¿Dónde la roca de la vida, dónde?
¿Dónde está lo absoluto?
¡Lo absoluto, lo suelto, lo sin traba
no ha de entrabarse
ni al corazón ni a la cabeza nuestra!
Miguel de Unamuno
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