Las estadísticas indican que aunque
hombres y mujeres se ven igualmente tentados por tener relaciones
sexuales inapropiadas con otra persona (le sucede a entre un 9% de ellos
y ellas), en lo que se refiere a la pornografía son muy distintos:
ésta tienta con fuerza a un 28% de hombres, pero sólo a un 8% de
mujeres.
La revista “Amaos”, editada por el Movimiento de
los Corazones Puros, de origen polaco, recoge en su tercer número en
español el testimonio de una chica que fue expuesta a la pornografía muy
joven y eso la dañó en su sexualidad llevándola
al alcohol y la depresión.
El acosador, la amiga y el primer porno
La muchacha, que firma como A.N., probablemente
polaca, explica que de niña era víctima de intentos de abuso sexual por
parte de un conocido de la familia que a menudo estaba borracho.
Aunque se zafó de él, “ese hombre despertó en mí la
curiosidad”. Ella tenía 11 años. Una amiga algo más mayor le puso una
película porno. “Lo que vi me gustó mucho”, recuerda. “Fui creciendo con
amigos y amigas mayores que hablaban de sexo,
pero no de amor”.
Sexo sin amor
Su padre siempre estaba ausente en el trabajo o en
sus obvies, y no mostraba amor por su madre, a la que humillaba. Ella
dedujo que el sexo era pura biología placentera, sin nada más. Quería
experimentarlo. Al acabar el primer curso de
formación profesional, cuando le dejaron ir a la discoteca, tuvo su
primera relación sexual. Enseguida estableció una relación sólo sexual,
sin compromisos, con un chico.
Dejó completamente la iglesia, se volcó en la
música heavy y punk de tipo satánico y empezó a beber en exceso, a veces
hasta perder el conocimiento.
Una vez soñó con Jesucristo, tal como aparece en el
cuadro de la Divina Misericordia, el “Jesús, confío en ti”, muy
extendido en Polonia. “Jesús me miró con tristeza y me dijo que me
convirtiera, que Él venía en breve. Pero pensé que era
sólo un sueño, no le di importancia”.
Beber contra el temor y la vergüenza
Ella ya tenía reputación de chica sexualmente
disponible, recibía llamadas groseras y muchos chicos se burlaban de
ella. “El temor y la vergüenza eran tan fuertes en mí que para salir de
casa tenía que beber algo fuerte”, recuerda. Se acostaba
con su primer “novio”, pero también con otros chicos y con algunos
hombres casados.
Una voz en el suicidio
“Empecé a creer que de verdad acabaría como
prostituta. En mi interior sentía un dolor que me despedazaba por
dentro. Deseaba morir, me odiaba a mí misma. Y decidí acabar con mi
vida. Pero aquella noche oscura, en el lago grande, junto
al embarcadero, comprendí que suicidarme me condenaría a vivir
eternamente en el mismo estado en el que me encontraba, que iba a
arrojarme al infierno, lugar de desesperación, tinieblas y dolor”.
“Pero Alguien estaba a mi lado, y en medio de mi
vacilación me susurró al corazón: Huye, ¿no lo ves?, allí hay luz.” Ella
vio unos bloques de vivienda iluminados. El momento había pasado.
Entre Dios y las drogas
Volvió a casa, asustada, a la espera. Escuchó
testimonios de satanistas que habían dejado esos ambientes y se habían
vuelto hacia Dios. Se planteó si Dios podía ayudarla. Su madre no la
ayudaba mucho porque lo que ella decía desanimaba
más que apoyaba: “cuando tengas marido se avergonzará de ti, tus hijos
sentirán vergüenza de su madre”, etc…
Así que la chica ya pensaba en iniciarse en las drogas, porque el alcohol no bastaba para ahogar estas penas.
“Y un día, después de una llamada telefónica
francamente asquerosa, grité en mi interior: ¡ya no puedo más, ya no
aguanto más! Y justo entonces, Jesús vino a mí. Lo vi interiormente. No
sabría como explicarlo. Me dijo: Te amo, apóyate en
Mí y ya no peques más”.
“Fue el día más feliz de mi vida, me había dado fuerzas, me había abierto los ojos a su presencia”, recuerda ella.
Esa noche se encomendó a Jesús. En pocos días, pese
a su miedo, se confesó con un sacerdote, y al acabar sintió una gran
alegría. Empezó a ir a misa a diario.
Conversión y tentaciones
Ella se había convertido y con oración estaba
venciendo al alcohol y la lujuria. Cortó con todos sus novios. Tenía
tentaciones, pero las controlaba. Se fue a otra ciudad a estudiar
Reinserción Social, para ayudar a otros jóvenes. Durante
dos años se sintió bien encarrilada. Incorporó el Rosario diario.
Después sufrió un periodo espiritualmente muy duro.
Durante un año, en cuanto empezaba a orar o entraba una iglesia le
asaltaban imágenes y pensamientos groseros y blasfemos que la
perturbaban y distraían. Volvieron los antiguos miedos
y el ansia de alcohol. “Me sentía repugnantemente impura, merecedora
únicamente de la ira de Dios”. Eran tentaciones para quitarle la
esperanza y la estabilidad.
Un sacerdote le apoyó todo ese año, se mantuvo con
su rosario y misa diaria, añadió la adoración eucarística cada día y
acudió a unos ejercicios ignacianos. “Fue una época de aceptarme a mí
misma y de perdonarme, y el Señor me estaba abriendo
mucho más a Él”.
Entrega total y sanación
Un poco más tarde cometió “un pecado contra la
pureza”, pero fue el último y arrepentida hizo una opción firme por
entregarse entera a Dios: “con mi mente, mi cuerpo y mi sexualidad”.
Desde entonces, ha aprendido a tratarse con la
gente y los hombres sin temores. También señala que “no es sencillo
encontrar compañía de gente diferente y decente”.
Y tiene un mensaje para quienes pasan por
dificultades similares. “Deseo a todos los que luchan contra la
impureza, el alcohol y otras formas de esclavitud y pecado, que no
tengan miedo de dirigirse a Jesús. Él nos quita esos males, nos
purifica, nos libera y nos sana y se entrega a Sí mismo”.
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