"Puesto cara a cara ante mi pecado, estaba al borde de la desesperación. Fue precisamente en este momento cuando oí una canción religiosa que surgía de lo hondo de mi ser. Era un himno que no había oído desde la niñez. El estribillo repite dulce y lentamente las palabras: «Mi Dios me ama»".
Kevin Deakin, nació y creció en Oldham cerca de Manchester, Inglaterra, en el seno de una familia unida y cariñosa: mamá, papá, Stephen (el hermano menor del padre de Kevin), su hermana Kelly y su hermano Liam. El padre sabía poner orden y disciplina. “Nos mantenía en el buen camino; así, en los años posteriores, sabríamos distinguir entre lo bueno y lo malo, y tendríamos una conciencia bien formada”, dice Kevin. Hoy considera este rigor paterno una pequeña bendición. Aunque ello no fue contención suficiente como para impedirle pasar límites en algunos momentos de su vida… “Sin embargo, ayuda mucho tener un punto de referencia, una guía moral, por así decir, para poder conocer el error y saber el camino de regreso”, apunta Kevin.
También nos cuenta Kevin que hubo un “factor” determinante para la formación espiritual de esa familia. “Gracias a mi abuela con mi hermano mayor fuimos monaguillos…”.
Así, cuando a sus ocho años uno de los maestros de escuela les habló de las apariciones de Fátima “me enganchó enseguida y, como respuesta personal a la petición de la Virgen, añadí un misterio del rosario a las oraciones que ya solía rezar cada noche. Otro maestro, en la misma época, nos habló sobre el Sagrado Corazón de Jesús y la sencilla oración: «Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío». Nos explicó cuánto le había ayudado en su vida. Fue para él una devoción muy importante. Me convenció. Desde ese momento siempre he tenido una devoción muy grande al Sagrado Corazón. Más tarde, esa oración me iba a salvar la vida”, confidencia Kevin.
Pero como no eran ángeles, el padre debía enseñar normas que buscaban formar el carácter y valores de los hijos. “Uno de sus principios ‘clásicos’ fue éste: «Si te quemas el trasero tendrás que sentarte encima de las ampollas». A esto solía añadir que aunque uno pueda escaparse de una acción mala una, dos, tres veces… tarde o temprano, por ley de vida, te van a pillar, y luego… si te quemas el trasero, tendrás que sentarte encima de las ampollas”. Aún recuerda Kevin la ocasión en que con Stephen, el hermano pequeño de su padre (quien tenía su misma edad), robaron unos cigarrillos de la abuela para experimentar qué se sentía al fumar. “Duró poco tiempo porque sabíamos que nuestros traseros pronto sufrirían el calor de la mano derecha de mi padre (extensión material de la de Dios mismo)”, comenta.
Perdiendo el rumbo
En la adolescencia y juventud factores fortuitos de cambio, se unieron al natural proceso de independencia poniendo en jaque lo mejor que la familia había buscado forjar en Kevin. Con quince años empezó a “beber alcohol y fumar mariguana”, solamente, señala, “porque mis amigos solían hacerlo”. En ese período su padre, quien era entrenador profesional de rugby, debió trasladarse a Cannes y el joven Kevin regresó luego de un tiempo a Inglaterra. “… En la casa de mis abuelos tenía más libertad para perseguir mis propios intereses”.
Lo único que buscó entonces fue la falsa libertad “de hacer lo que me daba la gana; así mis pasiones fueron atraídas por las seducciones del mundo que me rodeaba”, recuerda. Pasaron años y al cumplir dieciocho años, uno de sus amigos del equipo de rugby murió atropellado por un camión. Había pasado el día bebiendo con otros amigos y luego, dando un salto, se agarró a la parte trasera de un camión, con la idea de poder así ser llevado a su casa. Al final, cayó bajo las ruedas y le aplastó. Vivía cerca de Kevin. “Yo sabía que si hubiera estado con él, lo más probable era que hubiera hecho lo mismo. Fue un gran shock que me hizo dirigir la mirada hacia arriba, en busca de sentido. Sin embargo, como andaba con gente que estaba en la misma onda que yo, no encontré respuesta ni salida, y seguí en la misma vida egoísta, sin sentido ni meta”, reflexiona.
Muerte y vida en pocas horas
El día del entierro coincidió con un amigo del colegio y del rugby, que el año anterior había estado en el seminario inglés en Roma estudiando para el sacerdocio. “Esto fue otro shock para mí… -sentencia Kevin- Él vivía una vida buena y casta, con oración, mientras que yo me ahogaba en un mar de impureza y hábitos mundanos. Me dejó boquiabierto. Me impresionó profundamente por la paz y la confianza que emanaban de él. En cambio, yo a esas alturas ya sufría de depresiones y ataques de ansiedad”.
“Atraído por la aventura”, reconoce, no mejoró mucho su vida en la Universidad de Trent, Nottingham, cuando estudiaba Ciencias Biomédicas. “Con veintiún años estaba en un negro y profundo hoyo de tristeza en el que parecía que no había salida. Fue una auténtica tortura. Empecé a buscar refugio en libros de psicología positiva. Mi padre los utilizaba en su trabajo”.
En esta época comenzó a visitar esporádicamente la iglesia para rezar. En una de estas visitas decidió confesarse. Hacía cinco o seis años que no lo hacía. Sin embargo, Kevin cuenta que… “al presentarme delante del sacerdote, no sé si me entró el demonio mudo o qué, pero el caso es que no pude hablar. Se me hizo un nudo en la garganta y mi mente se quedó en blanco. El sacerdote me preguntó si había matado a alguien. Llevaba tiempo matándome a mí mismo espiritualmente, pero de eso ni siquiera me daba cuenta. Por supuesto que dije que no. Me aconsejó salir e intentar poner por escrito lo que quería decir. Salí un poco avergonzado y no volví. A pesar de todo, creo que Dios bendijo mi esfuerzo honesto por acercarme a Él en medio de mis tormentos, porque sí recibí un alivio temporal de la depresión”.
En vacaciones retornó a los vicios conocidos, dejó de ir a misa y de orar. Luego, de regreso en Nottingham, su estado mental era crítico. “Caí otra vez en la depresión, pero peor que antes.
Durante casi dos meses no hacía más que pensar en el suicidio.
Como sufría además de insomnio, llegó a ser una pesadilla continua, de día y de noche. No podía hablar de mis luchas interiores con mis amigos y dejé de tratar con la gente, aislándome cada vez más de todo el mundo. Fui al médico, pero la solución química – de tomar fármacos anti-depresivos – no me convencía”, recuerda.
Cara a cara con el pecado
Entonces su alma le llevó a recordar al Sagrado Corazón de Jesús y desde ese abismo brotó la sed por la oración. Se fue entonces a la catedral donde lo primero que encontró fue un volante con una novena a San Judas, santo patrón de las causas humanamente perdidas, y un librito sobre la Divina Misericordia. Pero le asaltó nuevamente la angustia y sentir que había fallado a Jesús.
“Hasta ese momento, había estado intentando seguir con mi vida mundana por una parte, mientras por otra pedía a Dios que me sacara de mi apuro. Ahora, puesto cara a cara ante mi pecado, estaba al borde de la desesperación. Fue precisamente en este momento cuando oí una canción religiosa que surgía de lo hondo de mi ser. Era un himno que no había oído desde la niñez. El estribillo repite dulce y lentamente las palabras: «Mi Dios me ama»”.
Esta vital experiencia de la misericordia le acompañó las semanas siguientes. “Provocó un cambio definitivo en mi vida. Tomé la decisión de dejar ya totalmente y para siempre la vida inmoral y emprender el camino de la vida auténtica que ya conocía por mi fe católica”.
El Camino de Santiago, Fátima y el Hogar
Luchó y volvió a caer muchas veces en los dos años siguientes y Dios comenzó a mostrarle con fuerza inusitada que lo había elegido. La lectura de libros espirituales, testimonios de personas, acontecimientos en que supo leer la voluntad de Dios, la oración, la vida sacramental, como también aceptar sus propios errores y el tesón de su carácter aferrado a la fe darían fruto…
Así resume el propio Kevin aquella etapa: “Con el recuerdo todavía fresco en mi mente de la realidad de mi vida pasada, y arrebatado por la experiencia preciosa del amor de Dios y el celo que me invadió, me sentí movido a asumir una vida de penitencia para purificarme, hacer reparación por mis pecados y acercarme más a Dios. Todo con buena intención, como digo, pero es una gran imprudencia querer dirigirse uno a sí mismo en la vida espiritual, sobre todo sin experiencia. Decía S. Bernardo que el que elige ser su propio director espiritual se hace discípulo de un necio. Y si te quemas el trasero, tendrás que sentarte encima de las ampollas. Acabé en el hospital debido a los ayunos excesivos y las mortificaciones que hacía, movido por los escrúpulos y sin duda por los engaños del mal espíritu que estaba jugando conmigo. Doy gracias a Dios por la familia tan paciente que tengo, que estuvieron a mi lado durante todo este tiempo tan difícil y me ayudaron a volver al buen camino”.
Luego vinieron tres años de nuevas experiencias. Se incorporó a la comunidad del Cenáculo y siguió más allá, buscando su lugar, creciendo en sabiduría; más tarde hizo el Camino de Santiago y continuó hacia Fátima en Portugal, a pie, con apenas unas decenas de euros... Ya en Fátima, cuando llegaba el momento de partir, cuenta Kevin que fue a la basílica para escuchar misa y con la intención de despedirse de la Virgen…
“Estando allí en oración, sin embargo, sentí profundamente dentro de mí que Nuestra Madre me pedía consagrarme totalmente a Ella y subir al norte de España para visitar el Hogar de la Madre. Yo le respondí que si Ella quería esto, tendría que conseguirme un modo de transporte, porque no tenía la más mínima intención de ir andando. Cuando salí del lugar donde me alojaba, me encontré con un chico polaco y nos paramos a hablar en el poco francés que sabíamos entre los dos. Él me invitó a ir con él y su amigo en su coche: iban a salir para París. Viendo que la Virgen estaba organizando todo, acepté la oferta, pero aclarando que sólo iría hasta el norte de España. Al día siguiente, salimos de Fátima los tres en su coche. Esto fue otra aventura y otra historia. Basta decir que nuestros ángeles de la guarda nos acompañaron durante todo el viaje, y llegamos sanos y salvos a pesar de la patata de coche que tenían. Les di quince de los dieciséis euros que me quedaban, y me dejaron en el norte de España con un euro en el bolsillo… El Hno. Dominic (ahora Padre Dominic) me abrió la puerta… Después de tantos altibajos, idas y venidas, aventuras, pruebas y alegrías que había vivido durante los últimos siete años, sentí que por fin había llegado a mi Hogar. Esto fue en noviembre de 2006. El 19 de marzo de 2007, Fiesta de San José, entré en el Hogar como candidato de los Siervos”.
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