Devin Rose nació en una familia
de tradición cristiana, entendiendo con eso que lo eran sólo de nombre. De
hecho, en casa le habían inculcado que los hombres provenían de una evolución
del "fango original". Por eso, no es de maravillarse que en su
adolescencia, una vez obtenido el uso de razón, Devin se haya declarado con
orgullo no creyente. Había nacido un ateo.
Su paso por la escuela secundaria
le ayudó a envalentonarse aún más en esta posición, dado el supuesto amplio
consenso de sus compañeros en este campo. Pero al llegar a la universidad, algo
pasó. A pesar de tener éxito en aquello que realizaba (buenas notas, una novia
bonita, el amor de su familia, un montón de amigos,…) había algo que no funcionaba:
«empecé a ser devorado por la ansiedad», cuenta él mismo.
«Me ponía nervioso en las
reuniones sociales, en los restaurantes, en el cine; incluso estando en clase.
Mi estómago se agitaba y tenía miedo de tener que salir corriendo de la clase,
poniéndome en ridículo delante de todos».
Con el paso del tiempo, esta
ansiedad no hizo sino aumentar, llegando a verdaderos ataques de pánico,
aparentemente sin ningún motivo. Llegó incluso a desear la muerte: él, un
estudiante de honor, con beca completa, atleta talentoso y rodeado de buenos
amigos y el amor de su familia.
Ante esta situación, por fin se
enfrentó a su ateísmo, que para él era ahora sinónimo de su desesperación: «La
delgada capa de la comodidad, la prosperidad y el bienestar general me habían
protegido siempre en mi vida de enfrentarme a las terribles conclusiones
existenciales de mi visión del mundo. Un día, en un inquietante "sueño
despierto", vi ante mí, de manera total, la oscuridad, una vacía manifestación
viva de mi desesperación».
En medio de este dolor, acudió a
su madre y le abrió su alma: «Doy gracias a Dios ahora que, incluso en la
desesperación, me dio una madre cariñosa a la que podría acudir en una
situación en la que pensaba que no tenía otro lugar adonde ir». Juntos, acudieron
a un psicólogo –otro palo para Devin, que miraba con desdén a las personas que
acudían a uno– y la terapia empezó a dar sus resultados.
Pero la evolución era positiva
sólo en parte. De hecho, sus ansiedades seguían ahí. Y fue entonces cuando
aceptó su problema: era clínicamente depresivo, una lucha que se le presentaba
titánica e interminable.
«Creía que mis problemas eran
sólo un producto químico en mi cerebro, pero ya había intentado todas las
tácticas posibles para vencer la ansiedad y no habían funcionado. Mi otrora
confiable inteligencia me había fallado por completo, así que me enfrenté a una
elección: o me suicido o trato de creer en Dios».
Con esta dicotomía ante el
camino, el antes ardiente ateo se lanzó a la empresa de creer: «Sabía que si Dios
no existía, tratar de creer en él no iba a funcionar, pues sería sólo una
táctica mental más entre la multitud que había intentado antes, sin éxito
alguno. Y aunque pedir ayuda a Dios era algo que sublevaba mi interior, no
teniendo nada que perder, le di una oportunidad». Y así, después de muchos
años, Devin lanzó su primera oración: «Dios, tú sabes que yo no creo en ti,
pero estoy en problemas y necesita ayuda. Si eres real, ayúdame».
Al principio, el resultado de sus
oraciones fue nulo, por lo que, irónicamente, le confirmó en su ateísmo. «Pero
cuando se está en el océano y todo lo que tienes es un salvavidas, por pequeño
que sea, ésa es la única esperanza que tenemos». Así que continuó a orar.
Así, poco a poco, se atisbaron
ligeros signos de mejoría. Y aunque en su interior los pretextos ateos se
revelaban y querían romper ese arbolito que empezaba a crecer, Devin se decía
que debía darle una oportunidad a la fe. Así que se protegía y continuaba con
su oración, acompañada de la lectura de la Biblia.
Su compañero de cuarto en la
universidad era un fiel bautista (protestante) y le empezó a llevar a su
iglesia todos los domingos. Aunque seguía sintiendo ataques de ansiedad, se
hizo violencia para permanecer en las reuniones y, sorprendentemente, su fe
comenzó a fortalecerse y crecer, aunque estaba sumergido en un mar de dudas. Al
final de ese año, Devin se consideraba ya, sin lugar a dudas, un cristiano.
Libro de Devin sobre el protestantismo Fue en ese momento cuando Dios se hizo
presente: «Dios se precipitó y era como nada de lo que antes hubiera podido
experimentar. Me dio el coraje y la fuerza para afrontar mis ansiedades y
empezar a superarlas […] Dios me dio esperanza para hacerle frente a mi
desesperación, y la fe y el amor empezaron a sanar mis profundas heridas». En
otras palabras: se topó con el amor de Dios. Al final de ese año, se bautizó en
la iglesia bautista, dándole un nuevo rumbo a su vida.
Pero Dios no se detuvo ahí; quería
que Devin se encontrase definitivamente con Él dentro de la Iglesia Católica.
Ya desde el inicio nació en él la duda de por qué habían tantas divisiones y
denominaciones dentro del cristianismo. Así se lo hizo notar a Matt, un buen
amigo suyo bautista, considerado líder entre su grupo. Pero él no supo
responderle.
Su anhelo por la verdad le
carcomía el alma y no le dejaba en paz ver las divergencias en las
predicaciones entre los diversos cristianos. Buscó ayuda en su lectura de la
Biblia… pero también ahí se dio cuenta que unas confesiones la veían de una
manera y otros de otra.
La pregunta de fondo no era
baladí: ¿quiénes están realmente guiados por el Espíritu Santo? Porque el
Espíritu Santo es «el Espíritu de Verdad», y la Verdad es una. ¿Cómo, entonces,
producía tantos efectos?
Tras mucho pensar y orar, Devin
decidió investigar qué denominaciones habían tenido la osadía de afirmar que
eran la Iglesia que tenía la plenitud de la verdad. Su iglesia bautista
ciertamente no lo decía, pero los católicos, los ortodoxos y los mormones sí
que lo habían hecho. Sin habla ante los resultados y con mucho temor, empezó a
investigar a la Iglesia Católica.
Durante mucho tiempo debatió con
amigos protestantes, haciendo todo lo posible por no volverse católico. Pero
mientras más estudiaba, más cuenta se daba de la autenticidad de la Iglesia. Y
así, después de recibir una buena catequesis, fue recibido en la Iglesia en la
Pascua del 2001, ceremonia a la que asistieron algunos de sus amigos
protestantes.
Hoy, después de diez años de
católico, Devin no puede sino ver con gratitud el camino recorrido: «Mi
"Camino a Roma" comenzó con el riesgo de que Dios fuese real.
Continuó con el descubrimiento de que Él me amó y de que era digno de mi
confianza. Hoy, puedo decir que, después de vivir la fe católica desde hace
diez años, mi confianza en Cristo y en Su Iglesia se ha vuelto cada día más
fuerte».
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