lunes, 19 de julio de 2010

CARLA ALEXEIEVNA





Éramos esposos y nos amábamos tiernamente. Pero, nuestra felicidad tuvo una pequeña duración. Mi querido Ygor Fiedorovitch, como él se llamaba entonces, murió en una guerra, en el tiempo de Pedro, el Grande5. Desesperada, desilusionada, sin poder ni siquiera llorar sobre la tumba de mi bien amado, arruinada, enferma, perdí la fe en Dios y en mí misma y, un día, me dejé precipitar desde el tercer piso, donde residía, y donde la desgracia penetró con la desaparición de mi Ygor, cayendo sobre las piedras del patio. Mi cuerpo, maltratado por la caída, fracturado, contundido, dislocado, sucumbió tres días después, víctima de mí misma, haciéndome sufrir intensamente, pues yo no pude, no quise vivir sin mi Ygor.

Pero el suicidio es un crimen grave, que pesa mucho en la balanza de la ley divina. Muy pronto comprendí que yo poseía un alma, que sobrevivía a la destrucción del cuerpo. Separada de aquel cuerpo, me sentía viva, pero sufriendo las mismas angustias de la pérdida de mi Ygor, sin poder verlo, sin obtener noticias de él, alejada de todos los que me amaban y a los cuales ofendí con el suicidio, y, ¡cruel realidad!, sufriendo también las dolorosas consecuencias del suicidio del cuerpo en mi estructura espiritual. Sentí huesos fracturados, a pesar de estar desligada del cuerpo, imposible de recuperarse. Me sentía invalida, deformada, fea, más adolorida y desesperada que nunca. No me podía apartar de la escena de mi caída del tercer piso. La veía y la sufría al mismo tiempo, llena de pavor y sensaciones reales, como si cada momento yo me lanzase otra vez, para sufrir lo mismo, eternamente. Así me demoré por mucho tiempo, no sé por cuanto tiempo, perdida en las tinieblas de aquella angustia indescriptible, presa de una pesadilla incomprensible, que me subyugaba la voluntad.

Pero, un día, adormecí pesadamente, creo que durante mucho tiempo, y, después, al despertar, comprendí lo que había pasado. Yo había matado en mí, sólo el cuerpo carnal, pero el alma, construida de esencias inmortales, había sobrevivido a mi desesperación y allí estaba, viva y racional, arrepentida, sufridora, avergonzada de su crimen delante de Dios y de sí misma. Tuve fuerzas para orar y oré, pidiendo perdón a Dios, deshecha en lágrimas.

León Tolstoi

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