jueves, 11 de febrero de 2016

LA VISITA DE DIOS




                        Pasada se halla ahora la mitad de mi vida.
            El cuerpo sigue en pie y las voces aún giran
            y resuenan con encanto marchito en mis oídos,
            mas los días esbeltos ya se marcharon lejos;
            sólo recuerdos pálidos de su amor me han dejado.
            Como el labrador al ver su trabajo perdido
            vuelve al cielo los ojos esperando la lluvia,
            también quiero esperar en esta hora confusa
            unas lágrimas divinas que aviven mi cosecha.
            Pero hondamente fijo queda el desaliento,
            como huésped oscuro de mis sueños.
            ¿Puedo esperar acaso? Todo se ha dado al hombre
            tal distracción efímera de la existencia;
            a nada puede unir esa ansia suya que reclama
            una pausa de amor entre la fuga de las cosas.
            Vano sería dolerse del trabajo, la casa, los amigos perdidos
            en aquel gran negocio demoníaco de la guerra.

                        Estoy en la ciudad alzada para su orgullo por el rico,
            adonde la miseria oculta canta por las esquinas
            o expone dibujos que me arrasan de lágrimas los ojos.
            Y mordiendo mis puños con salvaje tristeza
            aún cuento mentalmente mis escasas monedas,
            porque un trozo de pan aquí y unos vestidos
            suponen un esfuerzo mayor para lograrlos
            que el de los viejos héroes cuando vencían
            monstruos, rompiendo encantos con su lanza.

                        La revolución renace siempre, tal un fénix
            llameante en el pecho de los desdichados.
            Esto lo sabe el charlatán bajo los árboles
            de las plazas, y su baba argentina, su cascabel sonoro,
            silbando entre las hojas encanta al pueblo
            robusto y engañado con maligna elocuencia
            y canciones de sangre acunan su miseria.

                        Por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren
            hombres callados a quienes falta el ocio
            para arrojar al cielo su tormento. Mas no puedo
            copiar su enérgico silencio, que me alivia
            este consuelo de la voz, sin tierra y sin amigo,
            en la profunda soledad de quien no tiene
            ya nada entre sus brazos, sino el aire en torno,
            lo mismo que un navío al alejarse sobre el mar.

                        ¿Adónde han ido las viejas compañeras del hombre?

            Mis zurcidoras de proyectos, mis tejedoras de esperanzas
            han muerto. Sus agujas y madejas reposan
            con polvo en un rincón, sin la melodía del trabajo.

            Como una sombra aislada al filo de los días,
            voy repitiendo gestos y palabras mientras escucho lejos
            el inmenso bostezo de los siglos pasados.

                        El tiempo, ese blanco desierto ilimitado,
            esa nada creadora, amenaza a los hombres
            y con luz inmortal se abre ante los deseos juveniles.

            Unos quieren asir locamente su mágico reflejo,
            mas otros lo conjuran con un hijo
            ofrecido en los brazos como una víctima,
            porque de nueva vida se mantiene su vida
           como el agua del agua llorada por los hombres.

                        Pero a ti, Dios mío, ¿con qué te aplacaremos?

            Mi sed eres tú, tú fuiste mi amor perdido,
            mi casa rota, mi vida trabajada, y la casa y la vida
            de tantos hombres como yo a la deriva
            en el naufragio de un país. Levantados de naipes,
            unos tras otros iban cayendo mis pobres paraísos.
            ¿Movió tu mano el aire que fuera derribándolos
            y tras ellos, en el profundo abatimiento, en el hondo vacío,
            se alza al fin ante mí, la nube que oculta tu presencia?

                        No golpees airado mi cuerpo con tu rayo;
            si el amor no eres tú, ¿quién lo será en el mundo?
            Compadécete al fin, escucha este murmullo
            que ascendiendo llega como una ola
            al pie de tu divina indiferencia.
            Mira las tristes piedras que llevamos
            ya sobre nuestros hombros para enterrar tus dones:
            la hermosura, la verdad, la justicia, cuyo afán imposible
            tú sólo eres capaz de infundir en nosotros.
            Si ellas murieran hoy, de la memoria tú te borrarías
            como un sueño remoto de los hombres que fueron.

Luis Cernuda

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