Señor, el año empieza. Como siempre
postrados a tus pies, la luz del día
queremos esperar. Cuando los rayos
del sol levante por el cielo extiendan
rosados matutinos esplendores,
descienda con su luz en nuestra frente
tu bendición, Señor. Eres la fuerza
que tenemos los débiles, nosotros.
Y, porque débiles de cuerpo,
mil veces mi espíritu flaquea
y hasta de tu sostén —¡perdón, oh Padre!—
llegamos a dudar.
Empieza el año.
¡Cuántos vimos venir! ¡Cuántos anhelos
de que al pasar las invernales horas,
las horas del dolor, en la sedante
calma de florecida primavera
pudiéramos curar nuestras heridas
para entrar, animosos y serenos,
en el seno fecundo del estío,
fortaleza del cuerpo y paz del alma!
¡Y cómo, con las hojas otoñales,
vencidos nuestros ánimos cayeron!
¡Y cómo, nuevamente nos hallamos
en el hielo invernal, hielo de muerte!
Pero Tú, nuestra fuerza, que respondes
a nuestra voz doliente que te llama,
siempre nos consolaste. Y en el fondo
de la noche pensamos en el día.
Pensamos en el día de victoria
que tiene que venir... ¿quién sabe cuándo?
Tal vez cuando la noche más oscura
pese sobre la tierra, cuando reinen
vientos de tempestad y olas de crimen,
nazca el día risueño que esperamos,
como en Belén el Redentor del mundo,
rubio niño nacido en el siniestro
corazón de diciembre. ¡Y cómo entonces,
unidos los pastores y los reyes,
le vendrán a rendir parias y ofrendas!
Señor, empieza el año. Tú que sabes,
al ver del árbol las escuetas ramas
ateridas y tristes, cuántas hojas
las vestirán en la estación propicia;
Tú, que al ver arrojadas las simientes
en los surcos abiertos por la reja,
puedes contar los diminutos granos
que mecerán más tarde las espigas;
Tú, que ves cada día las arenas
que del peñasco ingente desarraigan
los besos furibundos de las olas,
ves igualmente lo que está escondido
del año que comienza en el arcano.
¿Qué nos aguarda en él? ¿Cómo en los otros
que ya pasaron, la opresión del fuerte
sentirán nuestros hombros? ¿Serviremos
para que suban los que más osados
se apoyan en nosotros, y consiguen
lo que nosotros, fundamento suyo,
jamás conseguiremos? ¿En la nada
se agitarán nuestros inermes brazos?
¿O tal vez, más que nunca miserables,
perecerá —¡Señor, no lo permitas!—
nuestra esperanza en ti?
Si a tu palabra
de la nada formáronse universos;
si fue tu voluntad razón bastante
para que el sol, rasgando las tinieblas,
a todo diera luz, calor y vida,
puedes con tu palabra salvadora,
trocar la faz del mundo.
Padre nuestro
que en los cielos estás: haz a los hombres
iguales: que ninguno se avergüence
de los demás; que todos al que gime
den consuelo; que todos al que sufre
del hambre la tortura, le regalen
en rica mesa de manteles blancos,
con blanco pan y generoso vino;
que todos, en su hogar, el fuego aviven
para que a su calor los fríos miembros
del caminante vuelvan a la vida;
que no luchen jamás; que nunca emerjan
entre las áureas mieses de la historia,
sangrientas amapolas, las batallas;
que no profanen la extensión augusta
del mar inmenso las armadas naves;
y reinando la paz, que todos tengan,
como cifra de amor, por Ti bendita,
una mujer, un campo y una casa.
Y haz, Señor, que descienda sobre el mundo
la luz de la Verdad; luz prodigiosa
que trueca en alegría los pesares
y en risa desatada el triste llanto.
Luz, Señor, que ilumine las campiñas
y las ciudades; que a los hombres todos
en sus destellos mágicos envuelva
y en las almas unidas desarrolle
los mismos sentimientos, y equilibre
para todos las fuerzas corporales.
Luz inmortal, Señor, luz de los cielos,
fuente de amor, y causa de la vida.
Enrique Diez-Canedo
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