viernes, 7 de mayo de 2010

Maggy, "el ángel de Burundi", estuvo a punto de suicidarse




Le llaman “el ángel de Burundi”, aunque el día en que su vida dio un cambiocompleto –el 24 de octubre de 1993- Marguerite Barankitze (conocida en su país como “Maggy”) pensó en suicidarse. Maggy de etnia tutsi, trabajaba de secretaria en el obispado de Ruyigi y había escondido a algo más de cien hutus que escapaban de las matanzas que asolaban esta pequeña nación de África Central. Ese día llegaron las milicias tutsis y, tras maltratarla y acusarla de traidora la ataron a una silla y le obligaron a contemplar la peor visión de su vida. “Mataron a 72 personas delante de mí”, recuerda con emoción. “Cuando terminó aquella masacre mi oración se convirtió en protesta y pregunté a Dios si realmente Él es amor”.

Maggy recibió el pasado 31 de enero el Premio a la Fraternidad que la revista Mundo Negro, editada por los misioneros combonianos, entrega todos los años. Su testimonio conmovió a las más de 120 personas que la escucharon. Sin embargo, recalcó que no venía a contar “las miserias de África.” “Dejad de llorar por los africanos, nosotros tenemos que dejar de ser víctimas eternas.”

Su vida es un vivo retrato de esta negativa a resignarse ante la crueldad y la injusticia. Recuerda Maggy cómo al día siguiente de aquella terrible masacre, tras enterrar a los muertos, recordó las últimas palabras de una de las mujeres antes de perecer bajo el machete: “Maggy, cuida de nuestros hijos”. Aquello le salvó del suicidio. Sin dinero y sin un lugar a dónde ir, recogió a siete traumatizados niños que habían sobrevivido a la matanza y buscó un techo para ellos; primero, con un cooperante alemán y más tarde con el obispo de su diócesis. Eran tan pobres que, según recordó, tuvieron que ir a las oficinas de una ONG para recoger los cartones de las cajas de embalaje de sus ordenadores, que les sirvieron de camas para los niños. Se corrió la voz, y cientos de huérfanos niños –hutus y tutsis- siguieron llegando a ella en busca de protección mientras la guerra se recrudecía en Burundi. “A los cuatro años tenía a 4.000 niños a mi cuidado, y a los 10 años una multitud enorme. Durante este tiempo más de 30.000 niños han pasado por nuestra obra”.

Con un tesón inimaginable, Maggy fundó en Ruyigi la casa Shalom (http://www.maisonshalom.net/) y la “ciudad de los ángeles” –que cuenta incluso con cine, piscina, talleres y una biblioteca para los niños-, instituciones que hoy se han extendido a otras ciudades de Burundi, y que tiene también sucursales en Ruanda y Goma (República Democrática del Congo). Los niños no viven en un orfanato como tal, sino en pequeños asentamientos de varias casas tuteladas que al cabo de un tiempo pasan a tener en propiedad. Algunos de ellos han llegado a estudiar medicina y enfermería y ya tienen trabajo en el nuevo hospital que su institución acaba de construir en Ruyigi. El centro sanitario lleva el nombre de “Rema”, palabra que en lengua kirundi significa “ánimo”. “Lo que siempre me ha sorprendido –subraya Maggy- es que yo nunca he acudido a ninguna organización con un proyecto a buscar dinero, sino que todo el mundo ha acudido a nuestro centro a ofrecer ayuda. Los políticos no están contentos conmigo, porque no entienden por qué yo recibo dinero del exterior y ellos no”.

Esta extraodinaria labor no ha estado exenta de mil dificultades. Tras otra masacre de civiles en 1996, cuando enterró a 55 de ellos estaba tan traumatizada que perdió el habla durante un mes y tuvo que recluirse un tiempo en un convento de monjas carmelitas para recuperarse. Originaria de una rica e influyente familia de la élite tutsi en su país, para sus parientes se convirtió en un paria. No sólo por ayudar a la etnia enemiga, los hutu, sino también por no querer casarse, algo impensable en la cultura burundesa. “La última vez que se enfadaron conmigo fue cuando me puse a construir el hospital en un terreno que era de mi padre sin pedirles permiso”, recuerda.

Con una risa franca y contagiosa, confiesa sin complejos: "Yo he robado muchas veces para ayudar a mis niños, espero que San Pedro me deje pasar al cielo cuando yo muera”. Recuerda cómo durante sus primeros años como madre de sus cientos de niños huérfanos, acudía muy de mañana a misa con una gran bolsa llena de biberones vacíos. Cuando el obispo y sus ayudantes terminaban el desayuno, Maggy entraba sigilosamente en el comedor y se llevaba la leche que había sobrado. “Nunca se dieron cuenta –dice- lo cual quiere decir que seguramente no les hacía falta”. En otra ocasión, se llevó la tela de refuerzo de las cortinas del obispado para hacer camisas y pantalones para sus huérfanos. “Pero al cabo de unos meses me invitaron a traer a mis niños para cantar y bailar en una fiesta de la diócesis. Yo no me dí cuenta y me presenté allí con ellos vestidos con la tela que había robado. Las monjas me echaron una buena bronca”. Termina Maggy contando sus dotes de Robin Hood africana diciendo: “incluso cuando voy a visitar a mis primos, sus mujeres esconden su vestuario por si acaso”.

Durante la misa de acción de gracias por su obra social, celebrada en la capilla de los Misioneros Combonianos en Madrid el 1 de febrero, que estuvo animada por un coro de inmigrantes africanos, Maggy dejó un triple mensaje: “A los misioneros os digo gracias por haber dejado vuestra vida para ayudarnos a los africanos, a los europeos os pido que no perdáis vuestras raíces cristianas que son vuestra identidad cultural, y a mis hermanos africanos os pido que volváis. África os necesita”.


http://www.combonianos.com/MNDigital/index.php?option=com_content&task=view&id=1985&Itemid=113

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