viernes, 13 de mayo de 2016

A la Virgen María





Como hoy estaba abandonado de todos,
como la vida
(ese amarillo pus que fluye del hastío,
de la ilusión que lentamente se pudre,
de la horrible sombra cárdena donde nuestra húmeda
orfandad se condensa)
goteaba en mi sueño, medidora del sueño, segundo tras
segundo,
como el veneno ya me llegaba al corazón,
mi corazón rompió en un grito,
y era tu nombre,
Virgen María, madre.

(30 años hace que no te invocaba).

No, yo no sé quién eres:
pero eres una gran ternura.
No sé lo que es la caricia de la primavera
cuando la siento subir como una turbia marea de mosto,
ni sé lo que es el pozo del sueño
cuando mis manos y mis pies con delicia se anegan,
y, hundiéndose, aún palpan el agua cada vez más
humanamente profunda.
Y los niños, ligados, sordos, ciegos,
en el materno vientre,
antes que por primera vez se hinche a la oscura llamarada
del oxígeno
la roja flor gemela de sus pulmones,
así ignoran la madre,
protegidos por tiernas envolturas,
ciudades indefensas, pequeñas y dormidas
tras el alerta amor de sus murallas.

Y va y viene el fluido sigiloso y veloz de la sangre,
y viene y va la secretísima vena,
que trae íntimas músicas, señales misteriosas que conjuró
el instinto,
y ellos
beben a sorbos ávidos, cada instante más ávidos,
la vida,
aún sólo luz de luna sobre una aldea incógnita sumergida
en el sueño,
y oscuramente sienten que son un calorcito, que son un
palpitar,
que son amor, que son naturaleza,
se sienten bien,
arbolitos, del verano en la tarde, a la brisa,
bebiendo una ignorante sucesión de minutos,
de la tranquila acequia.
Así te ignoro, madre.
No, yo no sé quién eres, pero tú eres
luna grande de enero que sin rumor nos besa,
primavera surgente como el amor en junio,
dulce sueño en el que nos hundimos,
agua tersa que embebe con trémula avidez la vegetal célula
joven,
matriz eterna donde el amor palpita,
madre, madre.

No, no tengo razón.
Cerraré, cerraré, como al herir la aurora pesadillas de
bronce,
la puerta del espanto,
porque fantasmas eran, son, sólo fantasmas,
mis interiores enemigos,
esa jauría, de carlancas híspidas,
que yo mismo, en traílla, azuzaba frenético
hacia mi destrucción,
y fantasmas también mis enemigos exteriores,
ese friso de bocas, ávidas ya de befa
que el odio encarnizaba contra mí,
esos dedos, largos como mástiles de navío,
que erizaban la lívida bocana de mi escape,
esas pezuñas, que tamborileaban a mi espalda, crecientes,
sobre el llano.

Hoy surjo, aliento, protegido en tu clima,
cercado por tu ambiente,
niño que en noche y orfandad lloraba
en el incendio del horrible barco, y se despierta
en una isla maravillosa del Pacífico,
dentro de un lago azul, rubio de sol,
dentro de una turquesa, de una gota de ámbar
donde todo es prodigio:
el aire que flamea como banderas nítidas sus capas
transparentes,
el sueño invariable de las absortas flores carmesíes,
la pululante pedrería, el crujir, el bullir de los insectos
como átomos del mundo en su primer hervor,
los grandes frutos misteriosos
que adensan en perfume sin tristeza los zumos más secretos
de la vida.

¡Qué dulce sueño, en tu regazo, madre,
soto seguro y verde entre corrientes rugidoras,
alto nido colgante sobre el pinar cimero,
nieve en quien Dios se posa como el aire de estío, en un
enorme beso azul,
oh tú, primera y extrañísima creación de su amor!

... Déjame ahora que te sienta humana,
madre de carne sólo,
igual que te pintaron tus más tiernos amantes,
déjame que contemple, tras tus ojos bellísimos,
los ojos apenados de mi madre terrena,
permíteme que piense
que posas un instante esa divina carga
y me tiendes los brazos,
me acunas en tus brazos,
acunas mi dolor,
hombre que lloro.

Virgen María, madre,
dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte.

Dámaso Alonso

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