miércoles, 25 de abril de 2012

Me convertí en un zombi viviente, sin deseo de vivir y con un único anhelo: la muerte





Fui bautizada en la Iglesia Católica, como la mayoría de los niños filipino-americanos. Cuando mis hermanas y yo éramos pequeñas, mi madre hizo lo posible por inculcarnos el amor al Señor y a Nuestra Madre. También nos llevó a un colegio católico para que se cultivasen en nosotras buenos valores cristianos. Pero yo era una niña muy rebelde, y bastaba que mi madre me dijese una cosa para que yo hiciese lo contrario. Ella nos animaba siempre a vivir la fe, pues amaba a Dios desde que era muy joven, pero yo nunca demostré interés por conocerle aunque Él sí me conocía a mí.

Se podría decir que mi camino hacia Dios comenzó con un acontecimiento inesperado que afectó a toda mi familia. A mi tío le diagnosticaron cáncer y los médicos le habían dicho que le quedaban sólo tres meses de vida. Sus hijos decidieron que si su padre iba a encontrarse con su Creador, antes debería tratar de estar "a buenas” con Él. Oyeron hablar de una mujer que tenía el don de sanación y servía como instrumento de Dios. Aunque mis primos al principio eran bastante escépticos, la invitaron a su casa una noche para rezar con mi tío y el resto de la familia. Ninguno sospechábamos que a partir de entonces nuestras vidas no volverían a ser las mismas. Las ruidosas noches de baile fueron sustituídas por la misa, y las conversaciones frívolas sobre la moda, por el rezo del rosario y otras conversaciones espirituales. Para no alargarme mucho, diré que después de unos pocos meses, el tumor había desaparecido milagrosamente. Pero el mayor milagro de todos fue la conversión de muchos miembros de mi familia.

Aunque yo sólo tenía unos doce años cuando sucedió todo esto, yo ya había sentido la llamada del Señor a amarle. Pero el mundo me atraía mucho, me dejé llevar por su corriente y me olvidé totalmente de Dios. En los años siguientes, mi relación con el Señor creció muy poco. El encuentro que había tenido con Él a los doce años se convirtió en un recuerdo borroso.

En marzo de 1998, mis primos organizaron una peregrinación para sus amigos y algunos miembros de la familia a santuarios de Francia, Portugal, Italia y España. Yo me uní al grupo, sin otra intención que faltar algunos días a clase y hacer un poco de turismo por Europa. Tenía entonces 17 años, no estaba muy interesada en visitar muertos, aunque fueran santos, y empezaba a intranquilizarme el ir de iglesia en iglesia. Para mí eran todas iguales: grandes y antiguas. Pero cuando estábamos en España, nos invitaron a comer con los Siervos y Siervas del Hogar de la Madre. Recuerdo aquellos momentos con gran cariño y hasta el día de hoy los llevo grabados en mi corazón. Después de servirnos una paella estupenda, mis ojos y oídos se quedaron fijos en ellos al verlos cantar y escuchar el relato de sus vocaciones. Aunque no entendía las canciones, porque eran en español, el Señor me hablaba a través de la alegría de sus rostros. Era una alegría que yo nunca había visto antes. Parecían tan libres, tan inocentes. Tenían algo en su interior que los hacía felices. Yo, eso no lo tenía, ni sabía que existía. Yo no podía identificarlo, pero fuera lo que fuera, lo quería y lo necesitaba de veras. Aquel día fue uno de los más felices de mi vida. Más tarde, nos llevaron a verlo todo. El P. Rafael nos iba enseñando la casa, en aquel tiempo había poco más que cuatro paredes, y recuerdo que nos dijo: “Si alguno se siente llamado a venir y ayudarnos a construir...¡que venga!". En aquel momento, me sentí llamada. Sentí la llamada a ayudar en la construcción. De momento no sabía que no era sólo la casa y la capilla lo que yo estaba llamada a construir. Era algo mayor, mucho mayor. Algún tiempo después, por la gracia de Dios, supe lo que era. Algo gordo tuvo que pasar en mi vida antes de que pudiera llegar a descubrirlo.

Desgraciadamente, cuando volví a casa después de la peregrinación, la idea de volver a España dejó de ser una prioridad en mi lista. Tenía mi novio, mis amigos, mi coche nuevo y mi último año de instituto, incluyendo la graduación y el desgraciado viaje de fin de curso. Con toda esa diversión a la vista, ¿cómo podía pensar en otra cosa? Toda mi vida giraba en torno al “aquí y ahora”. Me lo pasaba bien bailando por las noches en los pubs de Nueva York, viviendo una vida inmoral con mi novio y entrando más y más en el mundo del alcohol y las drogas.

Yo diría que llegado aquel punto, me contentaba con el intento de buscar la felicidad y la excitación en cualquier cosa que tocaba. Entre mis amigos, yo había sido siempre la loca que parecía no tener ningún problema en hacer lo que le diera la gana y que nunca pensaba en las consecuencias. Con aquella actitud, me metí en la pista rápida hacia el desastre.

Mirando atrás, veo cómo el Señor intervino en aquel momento, de un modo doloroso, pero notable. En un abrir y cerrar de ojos, mi vida dio un vuelco completo. Aquellos tiempos emocionantes llenos de diversión se acabaron y mi vida quedó en ruinas. Rompí con mi novio y, como resultado de la ruptura violenta, caí en una depresión profunda que se apoderó de todos los aspectos de mi vida. Como había perdido la habilidad de desenvolverme normalmente y concentrarme, suspendí el último año de instituto y pude aprobar la segunda vez sólo gracias a clases particulares. Era un cadáver viviente, yendo a duras penas a clase para pasarme el día sentada enel despacho de la orientadora, llorando. Pasé mucho tiempo yendo de psicólogo en psicólogo, probando nuevas medicaciones contra la depresión. No encontrando alivio en las píldoras ni en los médicos, empecé a medicarme con más drogas y alcohol. Esto sólo empeoró la situación. Me convertí en un zombi viviente, sin deseo de vivir y con un único anhelo: la muerte. Como trataba de suicidarme, y mis médicos tenían miedo de que me quitara la vida, me internaron en un centro de rehabilitación para enfermos mentales toxicómanos. El tiempo que pasé en esta institución ayudó a mantenerme lejos de las drogas por un tiempo y fuera del ambiente de mis amigos, pero sin la fuerza ni la voluntad de vivir una vida con dignidad. Las cosas volvieron a ser las mismas cuando volví a casa. Estaba convencida de que para mí no había esperanza.

En mi mente, oía la voz de mi madre que me decía: “¡Pide a Dios que te ayude! ¡Él te salvará!”. En aquel momento, no podía pedir ayuda a Dios. No sé si era porque pensaba que Él no podía ayudarme o si mi orgullo me impedía acudir a Él. El orgullo había sido siempre el protagonista en mi vida y ahora veo el modo por el que el Señor permitió que tocara fondo antes de poderme levantar.

Un día, después de llevar a casa a una amiga para visitar a su novio, que estaba detenido en un centro para menores (todos mis amigos estaban en situaciones similares: adolescentes con hijos y problemas con la ley), pensé que ya no podía soportarlo más. Lo único que quería era morir y me sentía atrapada en un cuerpo que sólo conocía el dolor. Había empezado a herirme físicamente, para ver si había algo que pudiera causarme más dolor que el que ya tenía dentro. Anteriormente había intentado suicidarme, pero tenía suficiente formación como para saber que si te suicidas, vas al infierno; yo tenía miedo y no tenía arranque para hacerlo. Aunque este pensamiento me tuvo alejada de la idea del suicidio durante un buen tiempo, llegó un momento en el que ya no podía aguantar más. Fui a la farmacia y compré un bote de píldoras con la intención de tomarme una sobredosis. Pero tenía miedo. Tenía miedo del infierno y sabía que allí había un cartel con mi nombre esperándome. ¡Pero tenía que hacerlo! Entonces, como de la nada, me vino el pensamiento de que primero debía confesarme y después suicidarme. En mi desesperación, pensaba que era el único modo de librarme del infierno. (Ahora veo al Señor de misericordia abajándose hasta el punto de utilizar mi propio orgullo para salvar mi alma). En mi aturdimiento, escribí todos mis pecados en un cuaderno, dejé las pastillas en la mesita, al lado de mi cama, y me fui a la iglesia, sabiendo que cuando volviera, se acabaría todo. Entré en el confesionario y lloré mis pecados. Para mi sorpresa, algo extraño pasó cuando dejé el confesionario. De repente, estaba inundada por un gran sentimiento de esperanza. Me sentía como si me hubieran quitado un gran peso de encima y libre de la nube negra que me perseguía. Recuerdo que llamé por teléfono a mi psicóloga, que me llamaba todos los días para ver si estaba bien y le grité: “¡Tengo una razón para vivir! Todavía no sé muy bien cuál es, pero ¡tengo una razón para vivir!”. En aquel momento, recibí una gracia inmensa del Señor para cortar toda relación con mis amigos, algo que siempre me había resultado muy difícil. Desconecté el móvil y por tres meses me quedé en casa tratando de recuperarme y de arreglar la relación con mi familia. Por primera vez en tres años me sentí viva otra vez.

En julio de 2001 me invitaron a un Encuentro de verano del Hogar de la Madre en Nueva Jersey. Me acordaba de España y sabía que lo pasaría bien en el campamento. Llegué unos días después, con unas cuantas maletas de más, y el corazón abierto. ¡Y allí fue donde Dios lo llenó! Allí es donde encontré cuál era el sentido de mi vida. El sentido de mi vida era el Señor y desde aquel día supe que tenía que vivir para Él y sólo Él. Conocí el inmenso amor conque era amada por Nuestra Madre y el importante papel que Ella había jugado en la salvación de mi vida y de mi alma. Le estoy muy agradecida por cuidar de mí y por haberme elegido para formar parte del Hogar de la Madre. También estoy muy agradecida a Dios por todas las personas (debieron de ser un montón) que rezaron por mí, especialmente mi madre, que me encomendó al cuidado y a la protección de la Virgen María.

Como ya he dicho, durante todo aquel tiempo hablé con muchos psicólogos y me recetaron todo tipo de medicinas, que si las hubiera tomado según la prescripción, habrían ayudado hasta un cierto punto. Pero en mi caso estoy convencida de que se trataba de una enfermedad del alma. Mi alma estaba muy enferma a causa del pecado y sólo el Médico Divino fue capaz de curarme, de esta enfermedad que me debilitaba, a través del sacramento de la confesión. No dudo de que la depresión clínica sigue siendo una de las enfermedades mentales que constituyen una plaga en nuestra sociedad, especialmente entre los jóvenes, yo era uno de ellos. Pero considerando que vivimos en una cultura que tira a Dios y los valores humanos por la ventana y pone en su lugar el dinero, el poder, y el gran “yo” como rey, no me sorprende que el índice de suicidios sea cada vez más alto y la depresión sea un mal común. 

El sentimiento de vacío que con demasiada frecuencia invade a muchos jóvenes es porque buscan llenar los huecos de su corazón con todo aquello que el mundo les dice que les va a hacer felices. Yo busqué en las cosas materiales, en los amigos, en las diversiones, en los placeres, y finalmente cuando no lo encontré en ninguna parte y empecé a desesperarme, me volví a la única escapatoria que encontré: las drogas. Se convirtió en un círculo vicioso en el que buscaba y buscaba y no encontraba nada. Y todo porque estaba buscando en lugares equivocados. Lo que buscaba en realidad era a Dios. Menos mal que Él es paciente, lleno de misericordia y me buscó ardientemente durante todo ese tiempo. ¡Es impresionante! Muchas veces me encuentro preguntándole por qué me buscó y por qué continúa buscándome y amándome, siendo la miserable criatura que soy. La única respuesta que encuentro es que Él es bueno, porque es Amor. Pues Él dice: “Yo no me complazco en la muerte del pecador, sino en que el pecador se convierta de su conducta y viva” (Ez 33,11).

Y por su gran misericordia y porque tengo la mejor Madre en el cielo que me quiere con locura, ahora vivo. Vivo, no como vive el mundo, que destruye todo lo que Dios ha hecho bueno, sino que ayudo a construir. Ayudo al Señor y a Nuestra Madre a construir algo grande, algo muy grande, ¡el Reino de Dios aquí en la tierra!


http://www.hogardelamadre.org/otros/hmj/testimonios/conversion.html

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